Por: Ramiro Escobar La Cruz
No fueron uno ni dos aluviones los que asolaron el departamento de Ancash, en el norte de Perú, en el siglo XX. Fueron por lo menos cinco, importantes, que provocaron cientos de muertos. En algún caso fueron miles, como ocurrió en la ciudad de Yungay la tarde del 31 de mayo de 1970, hace 45 años, cuando millones de metros cúbicos de hielo provenientes del Huascarán, el monte más alto del Perú (6.768 metros) se desprendieron a raíz de un terremoto de 7,7 grados de magnitud.
El saldo fatal fue de cerca de 15.000 víctimas mortales que se sumaron a otras 50.000 más causadas por el mismo sismo, que devastó numerosos pueblos, ciudades y carreteras. Mark Carey, profesor de Historia de la Universidad de Oregón, norteamericano de origen, se ha internado por esta tormentosa ruta glaciar para, además de hacer su tesis doctoral, producir el libro "Glaciares, cambio climático y desastres naturales", una obra que deshiela el pasado y el futuro.
También el presente, por supuesto, porque persiste la amenaza de una avalancha de origen glaciar en este país, que ha sufrido la mayoría de desastres de este tipo en todo el planeta. La saga que explora Carey comienza con el aluvión de Huaraz (capital del departamento) en 1941, que produce más de 4.000 muertos; sigue con el de Chavín, que acaba con la vida de unas 500 personas, y continúa con el de Los Cedros, que mata a por lo menos 200.
Las mayores tragedias, sin embargo, ocurren en la década de los sesenta. En 1962, Ranrahirca, una ciudad ubicada al pie del Huascarán, como Yungay, es arrasada por un aluvión causado por un inmenso bloque de hielo desprendido del nevado, que baja devorando campos, pueblos y vidas. Sólo ocho años después llega la hecatombe de 1970, que en su momento remeció a Ancash, al Perú, a todo Sudamérica. Al mundo entero porque fue una de las fatalidades sísmicas más grandes.
¿Qué ocasiona esto, qué mantiene la amenaza latente y qué descubre Carey? En este territorio, hermoso como pocos, denominado por algunos como "la Suiza peruana" por su parecido con el país alpino, existen una cadena nevada denominada, por visibles y hermosas razones paisajísticas, Cordillera Blanca. Podría decirse que, incluso, tiene un parecido con Nepal, esa nación hoy agobiada por dos sismos y que también ha sufrido avalanchas en el Himalaya.
Son cerca de 600 glaciares distribuidos a lo largo de unos 200 kilómetros, varios de ellos de más 6.000 metros de altura, y que hacen vecindad con el Callejón de Huaylas, un valle verde y deslumbrante que yace a los pies de este conjunto de montañas, que Carey en una parte llama "el hielo asesino de los Andes". No es para menos, por lo ya descrito y por registros históricos a los cuales el autor se asoma, que hablan de tragedias similares ocurridas en los siglos anteriores.
Esa combinación de presencia sobrecogedora y poblaciones vulnerables —debido a que, tras la Conquista, se asentaron en lugares donde el hombre prehispánico no lo hizo— ha resultado literalmente mortal desde el siglo XX, antes y hasta la actualidad. En los últimos años, como bien se desprende de las rigurosas líneas de Carey, un germinal pero incipiente cambio climático fue, lenta pero terriblemente, estimulando las tragedias de origen glaciar.
A pesar de de establecer con precisión las coordenadas científicas de estos fenómenos, el autor va más allá porque justamente busca otra cosa: establecer cómo cambió la sociedad ancashina por estos dramáticos hechos, cómo se relacionó con el Estado y cómo se generó, por las desoladoras consecuencias de los aluviones, una generación de científicos peruanos, de glaciólogos, que fue realmente pionera en el estudio de los hielos a nivel mundial.
Lo que hace Carey es Historia Ambiental con mayúsculas, una disciplina que recién crece al ritmo del cambio climático y otras señales del ambiente que invitan a revisar nuestro devenir en la Tierra con ojos más inclusivos. En el caso de las tragedias ancashinas, percibe el surgimiento de ese núcleo profesional, que se especializa en el tema a causa de las desgracias y que terminan “actuando como intermediario entre el gobierno nacional y el Callejón de Huaylas”.
En ese viaje siguieron ocurriendo los aluviones de origen glaciar, pero la glaciología peruana hizo un aporte desde la periferia al centro, como bien apuntó en la presentación del libro el historiador Jorge Lossio. A la vez, también ocurrieron hechos penosos, como la resistencia de algunos estratos sociales a la reconfiguración de la ciudad de Huaraz, tras el aluvión de 1941, una pequeña y penosa historia que el autor del libro relata con cierto minucioso detalle.
“El aluvión erosionó los indicadores de esta distinción social”, sostiene Carey al describir esas resistencias, que incluso hicieron que muchas personas insistieron en ponerse en el mismo cono aluviónico, con lo que aumentaban su propia vulnerabilidad. Simultáneamente, aparecerían en el escenario los turistas, las empresas que edifican hidroeléctricas y otros actores que van configurando lo que en el mundo académico contemporáneo se llama economía del desastre.
Se produjo una trágica falta de visión de parte de algunas autoridades y pobladores, que trataba de ser contenida por los glaciólogos, que hasta proponían traslados. No siempre fueron escuchados y tuvieron que convenir en hacer drenaje de lagunas, algo que sirvió para evitar algunas desgracias pero no pudo evitar otras. Ya en los noventa, Carey registra la impronta de la nueva economía, de la globalización y la apertura de mercados aterrizando sobre los hielos tropicales.
Lo llama "la neoliberalización de los glaciares" y es un tiempo en el cual las grandes empresas pisan fuerte en los glaciares ancashinos, sobre todo la norteamericana Duke Energy, que insiste en represar algunas de las cerca de 400 lagunas de origen glaciar que, como consecuencia de los deshielos, existen en la zona. El súmmum de esta deriva es el cierre de la Unidad de Glaciología y Recursos Hidrológicos en tiempos del presidente Alberto Fujimori (1990-2000) que, al son de la privatización, llegó al extremo de desproteger a la población cerrando esa entidad.
Dicha instancia era heredera de otras anteriores (Comisión de Lagunas, Corporación del Santa, por el río que recorre el Callejón y otras), y ya había incurrido en la tentación de pensar más en la generación de energía que en el riesgo potencial de desastres para los pobladores de Ancash. Pero los tiempos fujimoristas, tan llenos de corrupción y desatado ultraliberalismo, parecen haber sido los peores, pues “significaron mayor vulnerabilidad ante las amenazas glaciares”.
En su navegación por esta cordillera nevada, Carey se encuentra además con una falsa alarma emitida por la NASA en el 2003, en torno a una laguna denominada Palcacocha, ubicada al pie del nevado Cupi. Revuelo, desesperación, a partir de una "grieta ominosa en el hielo", que no fue tal, como luego demostraron los glaciólogos peruanos. En los hechos, la ciencia "de la periferia" le enmendaba la plana a un organismo de ese nivel, que no supo diferenciar el hielo de la roca.
Al momento de escribir estas líneas, la Unidad de Glaciología en Ancash vive otra vez, ya que fue restablecida en el gobierno de Alejandro Toledo (2001-2006). Duke Energy sigue allí, como propietaria de la Hidroeléctrica del Cañón del Pato, y las inmensas montañas aún muestran su manto blanco. No obstante, en los últimos años el cambio climático ha ido derritiendo parte del paisaje y las esperanzas de este lugar, uno de los más hermosos y espectaculares de la Tierra.
Se estima que, desde 1970, los glaciares de la Cordillera Blanca han retrocedido al menos en un 30%. Uno se para en la ciudad de Huaraz y ya no se ve tanta nieve en las montañas circundantes, como cuando ocurrió el destructor aluvión en 1941. Aún así, o precisamente por eso, por el derretimiento de los hielos supuestamente eternos de los Andes, la peligrosa amenaza persiste y esta historia de Carey lo cuenta, lo advierte. Lo registra con rigor y emoción.
Fuente: EL PAIS
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