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Por: Esteban Saldaña Gutiérrez - Ingeniero Industrial
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Lo veíamos partir, ilusionados. Soberbio jinete, montado sobre “caramelo”, enjaezado con riendas de cuero con incrustaciones de plata, arreando una recua de acémilas, cargados de quesos y acomodados en cajones cubiertos por redecillas.
Corríamos al balcón justo cuando aparecía en Sallasalla, llegaba a la pampa, cruzaba el cementerio y a modo de saludo se quitaba el saludo reverentemente. Pasaba morro, donde vivía tío Matildo, en una inmensa casa tipo castillo y finalmente se perdía por Cercojawuan.
Era papá, con rumbo a Chincha. El viaje no era fácil. A punta de caballería tenía que llegar al “corte”, que estaba a cuatro, ocho, diez o doce horas de camino, dependiendo del clima y la estación.
En el “corte” le esperaba un envejecido y ronroneante camión mixto, con un chofer y ayudante irreverentes, lisurientos. La carga, o sea los quesos, ya liberados de las redecillas, se acomodaban junto a los animales. Papá en el “mixto”, con ventanas de madera y cerrojos chirriantes, sentados frente a frente con otros pasajeros. Así llegaban a Chincha, donde se comercializaban los quesos y se compraban otras cosas para la casa.
Ansiosos esperábamos su retorno, viendo a tío Fructuoso, el telefonista, nos de alguna señal. Finalmente decía, Estebancito, telegrama de tu papá, llévale a tu mamá. El mensaje era corto, espartano, se escribía solo lo necesario (se cobraba por palabra): “Enviar una caballería y dos acémilas, mañana, corte, Esteban”.
Saltábamos de alegría. Al día siguiente nuevamente en el balcón, divisando Cercojawuan. Por fin aparecía, montado nuevamente sobre caramelo y hacía el mismo recorrido y las mismas reverencias.
Llegaba al zaguán. Agripina, llamaba. Nosotros, papá, papá. Acomodaban la carga, con olores a fruta y su alforja en el “cuartito” y lo cerraban con candado.
Papá se dirigía a la cocina – comedor y aliviaba su hambre. Subía a los “altos” a descansar el cuerpo de la fatiga del viaje. Nosotros ansiosos para que abran la carga. Finalmente mamá cogía el manojo de llaves y abría el cuartito. Embelesados, boquiabiertos veíamos extraer de los cajones, panes, bizcochos, caramelos y frutas de la costa, plátanos, manzanas, uvas, mangos.
Nos hacía probar la fruta, lo que es probar y el resto lo guardaba, para los días siguientes. Otra parte, las mejores frutas, los acomodaba sobre la mesa. Escogía buenos platos y colocaba dos o tres frutas, lo envolvía en un mantel blanco y decía, llévale a tu tía tal. Efectivamente lo llevaba, tocaba la puerta, la abrían y el rostro de las visitadas se iluminaba. Tía, mi mamá le envía este “chaquipaqui”.
Hay hijito, tanto se ha molestado tu mamá, decían y te agradecían muy sinceramente.
Este gesto solidario, donde se compartían las frutas traídos desde Chincha, venciendo mil obstáculos, era reciproco. En otras ocasiones venían hasta mi casa y traían el “chaquipaqui” y el rostro de mamá y de nosotros también se iluminaban.
Épocas de oro que ya no volverán. Gestos que ya no se atisban.