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ACUARELAS TANTARINAS: El Aya Huacacc. El Alma Micuy (Ritos fúnebres andinos)

Esa noche los deudos, se reunían en casa del difunto. Tenían que cumplir con el ritual del “chuncay”, al más puro estilo pagano. El chamis, la coca y el cigarro inca hacían su parte.

Foto de mamá Conce ante el féretro de papá Nico.
 

Por: Esteban Saldaña Gutiérrez - Ingeniero Industrial


La imponente Iglesia de Santa María de Tantará, cuenta con dos magníficas campanas, macho el de sonido fuerte,  grave y hembra la del sonido débil, agudo. Estas campanas fue  dado en obsequio por  don Anselmo Vidalón  Fernández - patriarca de la familia Saldaña - quien  mandó  fundirlos  en  Ayacucho y la comunidad se encargó de llevarlo a punta de lomo de mula hasta Tantará, según tradición oral  narrada  por mi abuela  Rosa Victoria Gutierrez Vidalon.

Esas campanas alegran la vida  cuando se avecinan las fiestas. Entristecen el alma  cuando anuncia la partida al infinito de  un compoblano. Las tristísimas notas  sonoras parten desde el campanario, recorre todo Tantará en ondas concéntricas, luego rebota en los majestuosos cerros que nos circunda y vuelven  en forma de eco, con sonidos ampliados que retumban hasta el infinito en nuestros oídos. Esas notas tristísimas, cargadas todas de pena y tristeza solo  nos permite persignarnos y exclamar  ¡¡¡¡ … ¿¿¿¿   …..Mamallay, Taytallay,  pillaraj …. !!!!...?????. (Madre mìa, Padre santo, quien será).

 
Cuando la muerte se presenta en forma de accidente, se verá  a lo lejos, llegar  una cuadrilla cargando al difunto en una improvisada camilla de palos


Ese día la inquietud y la  zozobra es grande. Cuando la muerte se presenta en forma de accidente, se verá  a lo lejos, llegar  una cuadrilla cargando al difunto en una improvisada camilla de palos.

Dolor indescriptible, llanto, desesperación,  que las campanas con su doblez interpretan a la perfección. Así sucedió con mi tío Mamerto. Así sucedió con mi tío Zenón. Así sucedieron con todos quienes partieron de este mundo en los  abruptos caminos y en la carretera. Honda resignación, traducidos en rostros  compungidos por el llanto y la pena, donde en la puerta se ha colocado un crespón negro, te avisan de una muerte natural.

Esa noche lóbrega será el velorio, los alejados cantos del  tuco (lechuza) forjará un ambiente lleno de misticismo. Mamá, envuelta en su pañolón negro  y papá enfundado en su poncho color vicuña, caminando ensimismados, taciturnos, me llevará al velorio. En la puerta hacen la señal de la cruz, saludan solo con un leve movimiento de la cara, rezan y rocían agua bendita.

En  medio de la sala, sobre un entarimado o una mesa grande, que se ha cubierto con una sábana blanca, se encuentra el  cuerpo del difunto. El rostro,  apenas cubierto por una especie de telita de algodón, trasluce el verdadero rostro de la muerte. Sobre el pecho cruzan, entrelazados,  unos dedos amarillentos, empuñando un rosario o un pequeño crucifijo. Los pies, casi siempre cubierto  por  medias negras, sin zapatos. En la esquina  de la mesa solo velas y a un costadito una tacita con agua bendita.  

Los deudos, de vez en cuando suspiraban fuerte. Pasan el chamiscol, a medida que pasa la noche, los hombres se arremolinan afuera,  fumando su cigarro inca, para prevenir el “jaija”,  algunos chacchan coca con su toccra.  Entre ellos recuerdan las anécdotas del difunto y  a medida que avanza el chamis y la noche se oyen risas.

Dentro del velatorio se escucha el llanto de algún familiar. No lloraban por llorar. No se enjugaban las lágrimas por enjuagarse. Desde lo más hondo y lo más profundo del corazón  brota  un llanto tristísimo, casi musical, recordando entre interjecciones de ayes dolorosos  lo muy bueno que había sido el difunto. “Bueno, buenulla, caccullarjapis….”. Sollozaban en quechua. Era el aya taquicc. el canto a la muerte.

Al día siguiente, nuevamente el  sonido glacial de  las campanas te envolvía y ensimismaba. El cuerpo del difunto había sido colocado en un  negro, nudoso y rudo ataúd, hecho de tronco de eucalipto por don Marcelino Pauyacc, el único carpintero del pueblo, que vivía en Llanca y que “exprofesamente” había venido a confeccionar el ataúd y la cruz, que con letras gordas y toscas recordaba el nombre del fallecido.

Las campanas llamaban  a  Misa de Cuero Presente. Llegaba el último adiós. Se terminaban de repartir el chamis, el cigarro y la coca.  Nuevamente se escuchaba el aya taquicc  y el doblez  agónico de las campanas.  El sacerdote vestía con una túnica negra,  con  ribetes de oro y plata. El  tosco ataúd, color negro opaco,  en medio de la Iglesia, descansaba sobre un  disimulado cajón de fruta. Canticos fúnebres en puro quechua, la homilía de resignación. Ahora se partía hasta  la última morada. Se entremezclaba  el aya taquicc y el aya huacacc.  En cada esquina  la homilía fúnebre, el sonido sobrecogedor de las campanas, que solo los “entendidos” tocaban, alternando los sonidos graves y agudos, diferenciando si se trataba  del difunto hombre o mujer.   

Se llegaba a la  esquina de Salaj. Esa misma esquina que servía como mirador y donde se recibía y se despedía a los galas y a la banda  en época de fiesta, hoy era desolación pura. Esa misma esquina desde donde se podía ver el estadio “La pampa florida” y  la  corrida de toros, ahora enmudecía. Esa misma esquina, cruzada por el riachuelo de Salas Huayco y  circundada por extrañas plantas de nuez, te hacía mirar ahora al cementerio, que  con su puerta desvencijada y mohosa, entreabierta,  parecía esperar al difunto.  

 
Un hoyo profundo, donde todavía se podía respirar tierra húmeda, había abierto su lecho, para recibir aquel cuerpo que nació allí.El Padre, Biblia en mano y al pie del féretro recita un párrafo del Génesis.  


Se reanudaban los ayes, los canticos fúnebres, el aya taquicc. Se cruzaba la “Pampa la Florida”, el viento dificultaba nuestro andar y jugaba con los sombreros. Se llegaba a la puerta del cementerio.
Había  llegado  la  hora del verdadero adiós. Un hoyo profundo, donde todavía se podía respirar tierra húmeda, había abierto su lecho, para recibir aquel cuerpo que nació allí. El Padre, con la Biblia en la mano y al pie  del féretro  recita  un  párrafo del Génesis.   “Te ganaras el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste formado, pues tierra eres y en tierra de convertirás”. Los rostros, indistintamente de hombres, mujeres y niños se cubrían de  lágrimas, viendo al ataúd  desplazarse, los primeros terrones empezaban a caer, luego lampazos inmisericordes de tierra. Todo había terminado. El ciclo había acabado. Toda una vida,  llena de sacrificio, de trabajo, de penas y alegrías había llegado a su fin. Atardecía, la noche empezaba a mostrar  su color.

Esa noche los deudos, los familiares más íntimos se reunían en casa del difunto. Tenían que cumplir con el ritual del “chuncay”, antiquísima tradición,  que provenía desde nuestros “gentiles”, tenía como finalidad expiar el alma del  difunto, al más puro estilo pagano.  El chamis, la coca y el cigarro inca hacían su parte.

El reencuentro con el alma  será el primero de noviembre. Llegaremos hasta su tumba, nos sentaremos, a su nombre tomaremos el chamis. Una larguísima charla  nos espera. Conversaremos. ¿Cómo es el infinito?. ¿Te has reencontrado con tus padres y hermanos?. ¿Es todo bello y hermoso como dicen?.  Yo aquí, aún en este valle de lágrimas. En casa te espera tus alimentos, hemos preparado todo lo que te gusta. Está sobre la mesa del comedor, ordenaditos. Tu humeante taza de leche. Tú cancha con tu queso, con su japchi. Tu sopa de morón con papitas multicolores. Tus torrejitas, aquellas que llevabas de fiambre.  Tu mazamorra de maíz, que en ocasiones preparaba mamá y que degustabas, también lo encontraras. No olvido ni tus enseñanzas,  tampoco  nuestras costumbres papá. Te espera el ALMA MICUY.
 
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