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Por: Esteban Saldaña Gutiérrez - Ingeniero Industrial
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Culminado el año escolar mis padres nos llevaban a la “quebrada”, a modo de vacaciones útiles, para ayudar a “pastear” los animales.
En cada cerco se tenía un cuartito que hacía las veces de cocina, con canastas colgadas en las paredes y la “chaclana” llena de quesos y requesones. Casi no había asientos y se comía sobre cajones de frutas. El batán se encontraba fuera, por falta de espacio. En el desayuno se tomaba leche fresca, cancha y su “cuchupa”, que es la parte del queso que sobresale del “huanco” y se cortaba finito con la cerda de la cola de vaca. El almuerzo tradicional. La cena, invariablemente requesón con harto mote, una delicia. El dormitorio, un rustico cuarto de palos, debajo de algún frondoso árbol.
Los animales, vacas lecheras y rudios, cuando se agotaban los alfalfares, se trasladaban de un lugar a otro. Se empezaba en Cascanni, una pequeña parcelita, debajo de la carretera y cerca al acantilado del riachuelo de “Quichua”, donde anidan los bulliciosos loros. Luego se pasaba al cerco de Ahuillhua, colindante con Colcaya, fundo del Padre Rojas, donde solo veíamos crecer todo tipo de frutas, especialmente los vistosos nísperos, radiantes, amarillos, que se exponían al sol. Después se pasaba a Pizarà, cerco que queda al pie del rio grande, donde abundaba la guinda, los higos y la chirimoya. En un descuido y ya estábamos sobre el árbol, en competencia con los “chihuacos” y los loros. De esto más sabe Soledad, nuestra hermana menor. Terminado el pasto nos trasladábamos al cerco de Chata, en cuya esquina y al borde del río, escondido bajo espesos arbustos nacía burbujeantes ojos de agua, puquios, donde el habla popular decía que al atardecer se escondían unos cerditos dorados y nadaban peces multicolores. Allí iniciaba la beta de la mina Santa Beatriz, recorría los filosos cerros de Padre Rumi y terminaba en Minasniyocc.
En una oportunidad, por alguna razón estaba solo con mi padre en Pizarà, seguramente regando la chacra o sacando la mala hierba, cuando divisamos que por la carretera venía mi Padrino Constantino Gutierrez, montado sobre una mula y puesto su típica gorrita que a la vez tenia forma de sombrero. Se sobreparo y llamo a mi padre. Compadre, como esta, una palabrita, le dijo.
Quédate aquí nomas, me indico y fue a su encuentro. Charlaron en la carretera largo rato. Mi padre regreso llorando. Nunca lo había visto llorar de sano. Cuando sucedió lo de mi tío Mamerto si lloraba, pero “animado” y llamaba a gritos “Mamerto, mamertito” y se dormía.
« Ahora estaba, como dicen, sano y bueno. Se sentó sobre una piedra y se puso a llorar desconsoladamente. Me acerque temeroso. Papá le dije. No me escuchaba. Papá que ha pasado. Volteo la mirada y pude ver sus ojos rojos, de llanto. »
Tu tío Domingo, tu tía Victorita, atino a decir y otra vez, como un niño, se echó a llorar. No sabía que hacer. Luego de un rato de franco desahogo trató de sobreponerse, suspiro fuerte y me dijo muy acongojado que había pasado una verdadera desgracia con mi tío Domingo y su esposa, tu tía Victorita, en Arma.
Anduvo por aquí y por allá, no sabiendo a donde dirigirse, caminaba por caminar. Finalmente me dijo: arreglas todo y en la tarde vienes a Palca, allí voy a estar. En Palca vivía mi tía Julia, hermana de mi padre, encargada de la oficina de telégrafos y correos. Era un punto estratégico, donde llegaba la carretera de Chincha y desde allí se bifurcaba a Tantará, Huachos y Arma.
Llegue a Palca. Reconocí la potente voz de mi tío Damián. La sonrisa pícara, ahora apagada, de mi tío Antonio. Mi tía Julia, ecuánime ella, junto a su esposo, tío Antonio “Chalaco” Gálvez.
Estaba también mi tío Quintiliano Rojas. Habían tratado de matizar la pena con poco de chamiscol. Yo soy tu tío legitimo me dijo, pero tú no tienes la culpa de no saberlo. Llegaron desde Tantará varios familiares, dentro de ellos mi primo Felipe. La casa se llenó. Nos preguntábamos sobre la situación de mis primos, Chayo, dijimos, Pepe, Raúl, Fernando, Miguel, Edith, “Mela”, Víctor.
Cerca de media noche se apareció un camión portatropas, lleno de policías. Luego otro camión, donde estaban algunos de mis primos. Bajaron, lloraron desconsoladamente. Nos abrazamos. Cuanto dolor, cuanta lagrima. Mis tíos habían muerto de la peor manera, en manos asesinas de hordas senderistas.
Salimos en caravana. Primero los policías, con arma en ristre, valiente con los desvalidos, pateando chozas de humildes campesinos. En el trayecto se abalanzó una mujer, preguntando por su esposo. No sigan, dijo suplicante. Han dejado carteles advirtiendo no acercarse, caso contrario serán estrangulados. La policía opto por acampar, en previsión de cualquier desgracia, adujeron.
Nosotros seguimos adelante. Antes de llegar a Arma se detuvo la comitiva. Es allí, señalaron una casa que se perdía en las faldas de un cerro, de una gran chacra. Bajamos, llegamos a la casita. La escena era de horror, indescriptible. Se reanudaron los llantos, los ayes, no era para menos. Como al medio día se levantaron los cadáveres. De vuelta en la carretera, alguien dijo vamos a Arma.
Furibundo y venciendo las lágrimas se opuso el primo Raúl, en un improvisado discurso dijo que nunca más regresaría a Arma, pensando tal vez que los Armeños tendrían algo que ver con la muerte de sus padres.
Huérfanos de padre y madre, en una completa orfandad, en el desamparo, así quedaron mis primos. Sin embargo, todos ellos, así como el ave fénix renace desde las cenizas, así mismo y bajo el amparo celestial de mis tíos, todos forjaron un futuro promisorio y son hombres de bien, personas a quienes nadie los puede señalar.
Todos ellos, tan llenos de bondad, al ver que mi padre en sus viajes a Chincha se alojaba en una casa de la calle Colón, le asignaron un cuarto grande en su casa. Es tu casa tío, le dijeron y le entregaron las llaves.