¡Ali bomayé!, mucho más que un mito del deporte mundial - VIDEO
LA LEYENDA
Ali se convirtió en un icono en EE.UU. por su compromiso político y social. Fue insolente, arrogante y provocador. Humilló de palabra a sus adversarios, muchos de ellos tan negros y marginados como él.
Cassius Clay/Muhammad Ali mito y leyenda del boxeo mundial.
Los pesos pesados nunca habían conocido un ejemplar semejante: un atleta anatómicamente armonioso, de finos rasgos faciales, que se desplazaba por el cuadrilátero como si pisara sobre un lecho de plumas o gravitase sobre un colchón de aire. Una estatua animada de 192 centímetros y 102 kilos de músculos flexibles, animados por una plasticidad innata.
Poseído por las musas en lugar de las furias, eludía el contacto brutal de los de su género y reemplazaba los impactos por picaduras. No tenía puños, sino aguijones. "Pico como un abeja". No tenía pies, sino alas. "Floto como una mariposa". Parecía despreciar el intercambio de puñetazos como única forma de violenta imposición, sustituyéndolo por una variedad selectiva de roces letales. Norman Mailer aseguraba que le resultaba obsceno recibir golpes. Seguramente también infligirlos, aunque, en ese caso, el dolor ajeno, contribuía del único modo posible a cumplir los propósitos de quien los propinaba.
Su ferocidad era poética; y su potencia, sedosa. Era humano. Pero, en su decisión de distinguirse de los demás, se revestía de un distanciamiento despectivo hacia la especie. Odiaba. Pero, en la idealizada construcción de sí mismo, adornaba ese destructor sentimiento con ironía creativa. Se llamaba Cassius Marcellus Clay, en honor al abogado antiabolicionista del mismo nombre, embajador de Lincoln en Rusia y propietario liberador del tatarabuelo del púgil, a quien cedió su nombre.
Esa mezcla de apostura física y originalidad mental supuso el primer impacto de Clay en la cambiante, vitalista y neurótica sociedad estadounidense de su tiempo y, más tarde, en su extensión a la del mundo entero. Su prestancia y su inteligencia, o, al menos, su viveza mental, plasmada en un verbo caudaloso y punzante, atrajeron sin obstáculos hacia su persona la atención de ámbitos ajenos a la vidriosa aureola del boxeo y su hipnótica tenebrosidad. Un deporte mestizo de grandeza y miseria, del que emanaba una áspera lírica o una sórdida épica que atraía, fascinándolos mientras los repelía, a artistas e intelectuales.
Clay, una estrella amateur dirigida por el legendario Angelo Dundee, había sido campeón olímpico de los semipesados en los Juegos de Roma, en 1960. Pasó ese mismo año al profesionalismo y, entre esa categoría y la de los grandes pesos, entre 1960 y 1964, fue desembarazándose, con golpes casi desdeñosos de prestidigitador, ilustrados con rimas chuscas, de los rivales que los organizadores le ponían en su locuaz e histriónico camino. Especialmente del ilustre Archie Moore, un ídolo envejecido de 48 años.
El público, no sólo el aficionado, divertido, admirado y escandalizado, perplejo y revitalizado en sus afectos más heterodoxos, lo descubrió entonces. Y, tras la conquista del título mundial frente a la turbia y hosca mole llamada Sonny Liston, "el oso feo y torpe", lo elevó a la cima de un mundo -el del espectáculo, en el fondo- siempre ávido de celebridades insólitas pero impactantes y luminarias estrafalarias pero irresistibles.
En la muerte de Clay no queda nada de su existencia dentro y fuera del cuadrilátero que no se haya contado, glosado, analizado, interpretado y contextualizado hasta la saciedad. Hacía tiempo que el hombre, destruido por el Parkinson, había dado paso al mito y todo cuanto se había hablado y escrito acerca de su persona, su universo y su influencia habían adquirido el tono y la trascendencia de un único, universal y definitivo obituario.
Aunque resulte superfluo, recordemos que, en 1964, al día siguiente de vencer a Liston, y subyugado por la personalidad radical de Malcolm X, anunció su conversión al islamismo y se autobautizó como Muhammad Ali. Repitamos por enésima vez que renunció a vestir el uniforme ("ningún vietcong me ha llamado negro"), fue condenado como desertor, se le desposeyó de su titulo mundial y se le retiró la licencia. Con su fama intacta, incluso acrecida por la polémica, se ganó entonces la vida como orador incendiario en institutos y universidades.
Detengámonos, ¡cómo no!, en su victorioso regreso al ring en 1970, frente a Jerry Quarry, y en sus tres terribles peleas con Joe Frazier. La primera, en 1971, denominada "el combate del siglo", terminó con él en la lona y con Frazier reteniendo el título. La segunda, en 1974, le permitió reconquistar el cetro. La tercera, en 1975, "Thrilla in Manila", pasó a la historia de la crueldad boxística. Ambos rivales se asomaron a la muerte y, tras ese castigo, Ali empezó a sufrir problemas circulatorios. Quizás imbuido de una invulnerabilidad falsa, inherente al supremo concepto que tenía de sí mismo, los ignoró.
Le sobraron, pues, las 10 veces que subió después al cuadrilátero. Entre ellas, "cuando éramos reyes", frente a George Foreman, en aquel octubre del 74. en Kinshasa. El "Ramble in the Jungle", el estruendo en la jungla, el salvaje "Ali, bomaye!, (¡Alí, mátalo!)", de la muchedumbre sanguinaria. Luego perdería la corona ante un neófito Leon Spinks, aunque la recuperaría en la revancha y en el canto del cisne de un hombre ya erosionado y que, con casi 40 años, sucumbía ante Larry Holmes y Trevor Berbick, mientras su fatigada memoria se detenía, entre vacilaciones y lagunas, en los éxitos ante Bonavena, Cooper, Evangelista... En sus 61 combates (56 victorias y cinco derrotas), que no le deformaron el rostro pero le devastaron el cerebro. ¡Qué paradoja! ¡Qué ironía! Apolo reducido a una existencia vegetativa.
Ali prolongó en su iconoclasta edad adulta una infancia gemela, aunque, naturalmente, a escala infantil, en Louisville (Kentucky), en donde había nacido el 17 de enero de 1942. Hijo de una madre asistenta y un padre alcohólico y pintor de brocha gorda, estudiante pésimo pero enormemente popular, a veces hiriente, a veces quijotesco, se diseñó un futuro y se revistió de la determinación para alcanzarlo. Había escrito en su cazadora: "Clay, campeón del mundo". Pero eligió el ring por espíritu de revancha y no por amor al boxeo.
Gran parte de su grandeza residió en elevarse por encima de sus imperfecciones, en sobrevivir a sus contradicciones y en proyectarse más allá de sus defectos. Fue insolente, arrogante y provocador. Humilló de palabra a sus adversarios, muchos de ellos tan negros y marginados como él. No fue un modélico cuádruple esposo. No se comportó como un patriota y se arrojó en brazos de una religión ajena a la tradición y la vocación americanas. Se comportó como un racista inverso y su realidad estuvo a menudo por debajo de su calidad de símbolo.
Pero nada empañó su magnetismo ni rebajó su carisma. Fue 'The Greatest'. El más grande.