Por: Esteban Saldaña Gutiérrez Ingeniero Industrial |
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Fue como un día de fiesta, exactamente como tal. Se tenía que arreglar la mesa y se hizo. Un mantel blanco, sobre ella un poncho Huancavelicano, que formaba un rombo. A los lados floreros. Una jarra de cristal con agua cristalina de puquio, con un vaso, también de cristal. Listo. A medio día del primero de noviembre papá y los “invitados” debían llegar.
Que emoción, todos, absolutamente todos, debían ocupar la mesa que papá, el anfitrión, la presidiría. Llegaban de todos los lugares, inimaginables, quien sabe desde que parte del universo, del cosmos, desde el infinito, muy cansados, para eso estaba el agua.
Se continuaba sirviendo, el delicioso sanco. Choclo y papa chupamarquina, con su japchi y su cuchupa. Tallarines rojos. Escabeche de gallina. Postre, mazamorrita y su “kuston”, su “verde rojo”. Se procuraba servir todas las comidas que en vida les gustaba.
Llegaban de a pocos, el reencuentro, tal vez mamá Victoria, tal vez papá Desiderio, sus padres. Tal vez doña Paula Vidalon y don Fructuoso Gutiérrez, sus abuelos. Tal vez el patriarca, aquel gran hombre que obsequio la campana madre, que hasta ahora estremece con sus sonidos todo el pueblo, don Anselmo Vidalón Fernández, de Lircay, de la mano de su esposa, la matrona, doña Toribia Quispe, de Yanac, ambos habían unido sus propiedades, formando una hacienda que nacían en Huayunquilla, más abajo de Camayocc y terminaba en Yuraccrumi, en Tantará. Gran hacendado y gran hombre resultó ser don Anselmo.
Tal vez llegaba don Nicolás Gutiérrez Vasquez, su suegro, junto a la señora Concepciona Violeta Guillen, su suegra. Tal vez mi tío Héctor, con quien congeniaba a las mil maravillas. Tal vez mi tía Angélica, a quien la trataba con mucho respeto, señora Angélica pase usted le diría. Mi tío Demetrio, su cuñado. Muy tímida, en la puerta, mi tía Rosa, que aún no sabía dónde se encontraba, por lo reciente de su viaje.
Tal vez su compadre, compadrito, le decía como está usted, mi padrino Constantino y mi madrina Esther, se veían después de años. Mi tío Zenón Quispe, también su compadre, años luz lo separaban, pero ahora estaba allí. Por la puerta pasaría como siempre, con su bastoncito, mi tío Carmen Cuba, imaynallam jaranero masiy, y seguiría camino a Tranca. Doña Manonga, como olvidarse de ella. Don Germán Tovar y su esposa, doña Evangelina.
Realmente emocionante el reencuentro de todos. Incontables, generación tras generación, llegaban y rápido “nomas” se iban, en sus casas también los esperaban, a degustar los potajes que sus familiares habían preparado. Así los dejamos a todos, algunos de ellos apuraban el paso.
Nosotros, esa noche, los visitamos en el cementerio, con nuestra teterita de chamis y velas. Los de este mundo nos reencontrábamos. Tu papá, está allí y señalaban una cruz. Mi mamá también está junto a él. Si pues, ya voy, vienes, y nos recibían con su chamis. Así casi hasta al amanecer.
Al día siguiente, ya no había casi “invitados”, unos que otros nomas. Llegado al medio día, papá se alistaba para marcharse. Nosotros, los que aún estamos en esta orilla, nos preparábamos para “levantar” la mesa. Vamos a rezar, el Padre Nuestro y el Ave María, en agradecimiento a la “visita” que ya no quedaba. Ahora nos tocaba a nosotros degustar todos los potajes.
Había concluido el “alma micuy” aquella antiquísima tradición, que junto al “chuncay” forman parte de las costumbre funerarias de los pueblos andinos, que ni siquiera los extirpadores de idolatrías pudieron desparecerlo.
Huantacaman almas benditas.
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