De niño fui contagiado de la
verruga o ticte, que progresivamente fue creciendo en número por mi mano derecha. Después de un tiempo apareció en la mano izquierda.
Era una verdadera vergüenza, no podía mostrar las manos. Hacía esfuerzos por combatirlo. Trataba de arrancarlo, lo amarraba con cerdas del crin de caballo, nada. Cerdas de maguey, tampoco.
Temerariamente agarraba un filudo cuchillo o gilet. Nada.
Cubita, un compañero de aula se había sometido a un tratamiento con ácido, pero le había dejado fuertes huellas negruzcas, peor que el propio ticte.
Una tarde, estando en la chacra mi padre se percató del ticte. Te voy a curar dijo. No le creí. Me haces recordar cuando este “pasando el sol”, dijo. Esa hora recogió semillas de tara, de marco, frutas pequeñas de manzana, pétalos de rosas rojas y blancas, coca y un sapito. Las semillas fueron tostadas en un pequeño fogón y empezó a frotar por mis manos, invocando el nombre de no sé qué santos, al taita inti que ya se ocultaba, al apu padre rumi, minasniyocc y demás cerros tutelares. Agarró el sapito y paso por mis manos y cuerpo, soplando por donde se ocultaba el sol. Las manzanitas y las rosas las tendió en una manta multicolor y “jugó” con la coca mi suerte. Prendió un cigarrillo inca, lo miro detenidamente y dijo ya está, estás curado. Solo olvídate y cuando te recuerdes ya no tendrás nada.
El primer, segundo, tercer día todavía lo miraba, el ticti parecía multiplicarse en ambas manos. Al cabo de un tiempo me acorde del ticti... no quedaba la más mínima huella. Contento me fui donde mi mamá y le mostré alegre mi mano. Había sido curado por la madre naturaleza y la curiosidad de mi padre.