“Mis hijos no leen. ¿Cómo hacer para que lean?”. Siempre se escuchan estas quejas de parte de las madres de familia.
Más allá de la falsa nostalgia que nos hace creer que en nuestra lejana juventud todos éramos lectores (en mi colegio, éramos apenas dos o tres los que nos apasionábamos por los libros), la angustiada pregunta refleja un cierto desasosiego frente a la pérdida de un arte que, si bien no era tan común como pensamos, al menos gozaba de un prestigio que ya no tiene hoy en día. Quizás, en lugar de tratar de hallar métodos y estrategias para fomentar la lectura, debiéramos preguntarnos por qué leer ha perdido su antiguo prestigio.
Una sociedad de lo escrito necesita, para subsistir, ciudadanos que sepan leer: esto es obvio. ¿Pero qué queremos decir con “saber leer”? Conocer el alfabeto y las reglas gramaticales básicas de nuestro idioma, y con estas habilidades descifrar un texto, una noticia en un periódico, un cartel publicitario, un manual de instrucciones…
Pero existe otra etapa de este aprendizaje, y es ésta la que verdaderamente nos convierte en lectores. Ocurre algunas afortunadas veces, cuando un texto lo permite, y entonces la lectura nos lleva a explorar más profunda y extensamente el texto escrito, revelándonos nuestras propias experiencias esenciales y nuestros temores secretos, puestos en palabras para hacerlos realmente nuestros.
¿Por qué entonces nuestros programas educativos se detienen en la primera etapa de este aprendizaje? ¿Por qué las campañas en favor de la lectura dan tan ínfimos resultados? ¿Por qué no somos capaces de crear más lectores verdaderos?
La pregunta no puede hacerse de forma aislada, porque el problema de la enseñanza de la lectura se inserta en el problema mayor de los valores de la sociedad en la que vivimos. Julio Cortázar lo explicó así: “Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta”. La llave que nos permitiría crear lectores es la misma que protege los valores de la sociedad en la que vivimos.
Y si esos valores alientan a lo fácil, lo rápido y lo superficial, no podemos pretender que también alienten lo difícil, lo lento, lo profundo, las calidades que definen el arte de leer.
Somos una sociedad mercantil que necesita, para seguir existiendo, consumidores y no lectores. La lectura inteligente y detenida puede alentar la imaginación y fomentar la curiosidad y, por lo tanto, hacer que nos neguemos a consumir ciegamente.
Es por eso que Christine Lagarde, directora del Fonde Monetario Internacional FMI, ardiente defensora de las sociedades de consumo, cuando era ministra de finanzas durante el Gobierno del presidente francés Sarkozy, dijo a sus conciudadanos que se quejaban de la crisis: “Trabajen más y piensen menos”. Madame Lagarde sabía muy bien que un pensador nunca sería un buen consumidor.
Fuente: EL PAIS
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