Autor: Rafael Domingo Oslé es profesor investigador del Centro de Derecho y Religión de la Universidad Emory y catedrático de Derecho de la Universidad de Navarra.
CNN | A sus 85 años y con las limitaciones físicas propias de su edad, el papa Francisco continúa, firme e infatigable, dirigiendo la vieja barca de Pedro, esa remendada embarcación divina que no se hunde, por más fechorías que hagan sus tripulantes.
Cuando Jorge Mario Bergoglio acudió al cónclave de 2013, tras la histórica renuncia del papa Benedicto XVI, es probable que no pensara en la complicada vejez que el destino le tenía preparada: la crisis de los abusos sexuales, la pandemia de covid-19, una persecución de cristianos en varios lugares del mundo, e incluso con cifras mucho más altas, las corruptas trifulcas con las finanzas del Vaticano y tantas cosas más.
Si el papa Francisco ha podido sobrevivir a tanto jaleo político, financiero, sexual y mediático quizás se haya debido a dos inveteradas costumbres que ha sabido mantener a rajatabla: su larga siesta después del almuerzo y su hora vespertina de adoración al santísimo, que, en ocasiones, según nos ha contado el mismo pontífice con la sencillez que lo caracteriza, se ha convertido también en reparadora siesta. Y es que Francisco es un pastor muy humano y muy divino, a quien no le incomoda oler a oveja mientras se transforma en el altar celebrando la eucaristía.
Viendo este panorama, no sorprende, a posteriori, que el papa Benedicto XVI renunciara por imposibilidad sobrevenida, pues lidiar con semejante faena requiere una energía física y una disciplina mental que no está al alcance de cualquier fortuna.
Francisco la tiene, además de que sabe muy bien medir sus fuerzas y sus tiempos, situarse en el terreno, dominar la circunstancia y actuar en el momento oportuno. Por lo demás, la intuición de Francisco es proverbial.
Con un papa magno y polifacético como Juan Pablo II y un papa sabio y prudente como Benedicto XVI (los dos serán doctores de la Iglesia algún día), Francisco no lo tenía fácil. Pero el papa argentino acertó ya desde el primer momento, cuando adoptó el nombre de Francisco.
Su modelo ha sido la santidad pura encarnada en la humildad del pobrecito de Asís. Durante sus años de pontificado, Francisco ha ofrecido al mundo una visión fresca del catolicismo, profundamente evangélica porque se basa en la misma imagen de Cristo misericordioso, que va detrás de la oveja descarriada, come con publicanos y pecadores y perdona a las prostitutas.
El papa Francisco ha sido un gran impulsor del diálogo interreligioso, ha condenado tajantemente la cuestión de los abusos sexuales en la Iglesia católica, ha abierto el Vaticano a todos, con independencia de la raza, la lengua, la religión, la orientación sexual; ha posicionado a mujeres en altos puestos de la curia romana, ha criticado el consumismo y el capitalismo salvaje, ha denunciado las guerras, ha declarado oficialmente que la pena de muerte es inadmisible, ha escuchado con cariño al prisionero, al pobre, al oprimido, ha defendido a los inmigrantes y a los refugiados, ha promovido el ecumenismo y la paz. Ahí quedan para la historia su estancia en la isla de Lampedusa o su valiente viaje a Iraq, desoyendo los consejos de los falsos profetas.
El papa ha sido el gran teólogo del valor intrínseco del jardín que Dios dispuso para el hombre, y ha sabido sintonizar el estruendoso ruido del mundo con el silencio elocuente del espíritu. Siempre pensé que Francisco no iba a ser un papa de encíclicas. Me equivoqué de espanto, pues Laudato si (de 24 de mayo de 2015) y Fratelli tutti (de 3 de octubre de 2020) son dos joyas maestras llamadas a pervivir por siglos. Por su claridad expositiva y su inmediata aplicabilidad práctica, ambas se encuentran en el top ten del magisterio social de la Iglesia católica.
Creo, con todo, que lo mejor del pontificado de Francisco está por llegar. Francisco va a pasar a la historia por ser el papa de la sinodalidad, esa palabra que tanto le gusta pronunciar y que va a marcar la última parte de su pontificado. Para Francisco, “la sinodalidad expresa la naturaleza de la Iglesia, su forma, su estilo, su misión” (Discurso a los fieles de la diócesis de Roma, 18 de septiembre de 2021).
La sinodalidad es el modo propio de gobernar la Iglesia en comunión fraterna, en diálogo abierto, sincero y comprometido, como el que mantuvieron Pedro y Pablo; es la manera de caminar en una Iglesia guiada por el Espíritu Santo, quien es el gran protagonista de la historia. Y la historia, toda historia, es tradición, pero no entendida -como insiste Francisco- como una hoguera seca, sino como fuego vivo que invita a la contemplación de Dios y al servicio de los demás, superando toda rigidez paralizante.
El papa argentino sabe lo que quiere y adónde va y no tiene miedo, ni siquiera a equivocarse, pues se sabe hijo de Dios e instrumento en sus manos. Ahí radica su fortaleza. Y su fecundidad espiritual. ¡Feliz cumpleaños, santo padre!
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