Cincuenta años después de su ejecución, la pequeña villa de La Higuera todavía es lugar de peregrinación de devotos del revolucionario... y más de un turista despistado.
Al Che lo desmembraron entre todos: los militares le cortaron las manos para cotejarlas con sus huellas dactilares. Hubo uno que propuso decapitarlo: con ese trofeo nadie dudaría de su hazaña. Estaban ante un mito, casi un dios. Así que parecía una buena idea traerlo de vuelta al mundo de los humanos hurgando en su carne.
Por suerte, el resto de soldados no le hicieron caso. Se conformaron con otros trofeos con menos facilidad para pudrirse: la pipa de fumar, un reloj, el tabaco, etc. Nadie iba a protestar. Ernesto Che Guevara yacía muerto. Había sido fusilado el 9 de octubre de 1967 en La Higuera, una aldea del altiplano de Bolivia.
El hombre dio sus últimas bocanadas de aire en una cabaña de adobe y paja. Estaban a 2.100 metros sobre el nivel del mar en una zona de pueblos poco habitados. La tierra es amarilla y estéril. El polvo y la maleza se tragan los caminos.
Han pasado 50 años y, casi como entonces, en La Higuera apenas viven unas 30 personas. Hay pocos niños, por tanto mucho silencio, unas filas de casas bajas y una plaza amplia, en forma de uve, con una estatua de cuerpo entero (aquí sí) y un busto del Che. El próximo 9 de octubre, esta aldea y Vallegrande, donde fue enterrado, esperan recibir a miles de peregrinos que rendirán honores a Ernesto Che Guevara.
Para algunos, sin embargo, no será una fecha tan especial porque lo veneran a diario. Como Irma, una anciana vecina de la Higuera. Tiene la piel curtida, áspera, y marrón como el cuero: «Fue un hombre de carne viva que ha andado sufriendo. Así que le pedimos que nos ayude con todas nuestras necesidades, nuestra pobreza».
La gente de la zona también le ora («Santo Che, ayúdanos») cuando ha desaparecido una oveja u otro animal. Alicia, otra vecina, le reza como a una figura divina porque, dice, es más que una estatua: «No es de yeso, por eso le pido».
El comandante de carne y hueso, antes de que se volviera de madera y mito, ya había perdido muchas partes de sí mismo. Dos años antes de su muerte, en noviembre de 1965, estaba lejos de Latinoamérica, en la otra punta del mundo. El Che se había enrolado en una misión cubana en el Congo y todo había salido mal. Huía de una revolución frustrada.
Y aun así, ése no era el sitio donde quería estar. Él había preparado en Latinoamérica «sigilosamente el tablero para la partida de la guerrilla continental; el premio máximo era su tierra natal [Argentina]», explica Jon Lee Anderson en su obra Che Guevara: una vida revolucionaria. La represión militar contra sublevaciones en países como Venezuela o Perú le hizo cambiar de destino. Y, ahora, estaba cruzando el lago Tanganika para esconderse en Tanzania.
Entonces Guevara les preguntó a sus camaradas: «¿Estáis listos para continuar?». «¿A dónde vamos?», replicó Pombo, uno de sus hombres más cercanos. «A donde sea». La conversación, recogida por Lee Anderson, suena a cabezonada. Pero el Che era consciente de que derrotado no podía volver a Cuba.
Fidel Castro había leído en público una carta de Guevara en el primer comité del Partido Comunista de Cuba. Decía: «Hago formal renuncia de mis cargos en la dirección del partido, [...] de mi grado de comandante, de mi condición de cubano». Su nombre se despojó de distinciones. Su segunda patria se desprendía de su piel.
Y, siendo otro hombre, reapareció en otro país. A principios de noviembre de 1966, Guevara llegó a La Paz, Bolivia, como Adolfo Mena. Era un uruguayo casi calvo, trabajador de la Organización de los Estados Americanos. Se había arrancado los pelos de raíz, un proceso doloroso y lento para perder sus rasgos característicos.
Días después viajó al sureste del país, a las montañas de Ñancahuazú, en donde sus hombres de vanguardia habían instalado la base guerrillera. Era una región poco habitada, a unos 250 kilómetros de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra. En esta zona, las carreteras asfaltadas vienen a morir y agonizan como caminos de tierra hasta que desaparecen totalmente. Unos pocos pueblos y aldeas acompañan la ruta.
Para seguir las huellas de Guevara hasta La Higuera hay que conducir más de 10 horas desde la capital de la región, Santa Cruz de la Sierra. Para el primer tramo del viaje, hay un autobús hasta Vallegrande. A partir de ahí hay solo se puede seguir en coche por una pista de tierra. Para cubrir los 50 kilómetros entre esta localidad y La Higuera se tardan tres horas. Este hueco en el mapa era perfecto para el comandante. Ofrecía una oportunidad evidente: estaba cerca de la frontera con Argentina, su patria. Y su plan era atraer a guerrilleros de las naciones vecinas a que se entrenaran en combate. «Bolivia debe ser sacrificada para que puedan comenzar las revoluciones en los países vecinos», les explicó a los reclutas en su asentamiento.
Su teoría de crear «dos, tres, muchos Vietnam» se ponía en práctica. Guevara defendía que, con Sudamérica puesta en pie, EEUU mandaría tropas. Y, después, en una secuencia obvia, irían la URSS y China. Desde su pequeña base guerrillera en Bolivia quería empezar la Tercera Guerra Mundial. Y él cruzaría a Argentina para liderar a sus compatriotas revolucionarios.
Aunque para empezar, su campamento «era un desierto. Cuando llegamos no había nada, ni comida ni fusiles», sentenció su camarada Benigno en el documental El día que asesinaron al Che, realizado por Pacho O'Donnell. Ni apenas campesinos. Un forastero de piel clara llamaba mucho la atención. Y una veintena de hombres armados, por mucho que la zona parezca un escenario de película del Oeste, mucho más.
Hoy ocurre lo mismo: como hay poca vegetación y el terreno es montañoso, los coches y autobuses se ven llegar desde varios kilómetros de distancia. Simplemente ahora no descienden guerrilleros, sino de vez en cuando algunos turistas extraviados, blancos, que no saben muy bien quién fue Ernesto Guevara, aunque el tour operador les haya llevado allí para la foto. También está el lado opuesto: los mitómanos que conocen la historia perfectamente.
Hace medio siglo, cuando los lugareños vieron a hombres armados no alertaron al Gobierno. Pensaban que los guerrilleros eran narcotraficantes dedicados a la fabricación de cocaína. En 1967, la lucha social en Bolivia se producía en la zona minera de Llallagua, a más de 500 kilómetros al noroeste.
Sin embargo, los hechos se precipitaron cuando el 20 de marzo dos guerrilleros bolivianos del Che desertaron. El ejército les capturó e interrogó. Tres días después se cruzaron los primeros disparos entre milicianos y soldados. El gobierno boliviano envió más tropas a la zona; Estados Unidos, asesores militares. Más de 600 hombres corrían a por el Che. El comandante «no tenía otra alternativa que combatir, permanecer en movimiento y tratar de sobrevivir», narra Lee Anderson. Durante los siguientes seis meses simplemente huían y se escondían.
Zárate, un vecino de La Higuera, camina ágil por una zona que llaman la Quebrada del Churo. «Mire, ve esta piedra, ve estos huecos, son marcas de bala. Aquí cogieron al Che». Conoce bien la zona porque esa tierra pertenece a su cuñado. No hay señales que indiquen la senda, solo los lugareños saben donde ocurrió todo.
Cuando los guerrilleros cruzaron La Higuera encontraron un pueblo fantasma: el ejército retenía a los hombres en el monte; las mujeres, los ancianos y los niños se quedaron trancados dentro de las casas. Los campesinos les temían. «Para aquella gente que vivía tan aislada, los guerrilleros barbudos, sucios y armados que irrumpieron en su pueblo eran algo insólito», argumenta Lee Anderson. No fueron capaces de convencer y reclutar a nadie. «Algunos los creían seres sobrenaturales, brujos», sentencia el escritor.
Irma, vecina del pueblo, tenía 21 años cuando Guevara pasó por ahí: «Aquí la gente no ayudaba porque no sabíamos cuál era su idea, no pudo hablar con nadie», dice. «Pero parece que la gente recién se ha dado cuenta y dicen quizá si le hubiéramos ayudado no estuviéramos tan pobres».
El 8 de octubre de 1967, un vecino de la zona delató a los guerrilleros. Estaban en un estrecho desfiladero de 50 metros de ancho y 300 de largo. La cacería se acercaba a su final y el Che se ahogaba. El asma le impedía caminar. Además, algunos de sus soldados estaban heridos; todos, hambrientos.
En la Quebrada del Churo, a media mañana los soldados bolivianos rodearon a la columna del Che. Guevara disparó su fusil hasta que quedó inutilizado por un disparo. Fue herido en la pantorrilla derecha y otra bala atravesó su boina. En esa piedra que señalaba antes Zárate, se rindió. Según recoge Lee Anderson, dijo: «No dispare. Soy Che Guevara. Valgo más vivo que muerto».
Ernesto Guevara fue fusilado en La Higuera al día siguiente, 9 de octubre. El soldado Mario Terán se presentó voluntario. Lanzó un ráfaga de ametralladora para simular que fue abatido en combate. La leyenda dice que las últimas palabras del Che fueron: «Sé que viene a matarme. Dispare, cobarde, solo va a matar a un hombre».
Y el comandante murió.
Su cuerpo fue trasladado en helicóptero al hospital de Vallegrande. Y siguieron cada uno a su manera desmembrando al Che. Unas monjas lo lavaron y lo expusieron ante los vecinos. Entre ese grupo de religiosas, según cuenta la leyenda en la ciudad, unas le cortaron mechones del pelo. Los utilizaban como amuletos porque Guevara se parecía mucho a Jesucristo. Era la primera versión del Che transformado en reliquia. También hubo alguien que le puso cerillas en los párpados para sostenerlos y que sus ojos estuvieran abiertos para las fotografías, como si estuviera vivo.
Hace 50 años de esta parte de la historia de Bolivia y del Che y el país se prepara para recordarle. En Vallegrande los vecinos comentan que se va a instalar un campamento internacionalista para acoger a los visitantes y dar conferencias sobre el pensamiento del Che. Evo Morales ha confirmado su participación y la gente del pueblo espera a más políticos.
Por su parte, La Higuera será el final de una romería desde Pucará, a 15 kilómetros. Los caminantes pasarán por delante de las casas donde los adornos llevan puestos muchos años. En la sala, en el dormitorio o en la parte de la cocina, siempre hay una fotografía o un dibujo del argentino. En esas imágenes está vivo porque, cuentan, su espíritu se quedó en las montañas para protegerlos. Excepto en una casa, en la de Irma. Ella tiene colgada una fotografía de Guevara muerto. Pero no cuenta el porqué.
Los peregrinos también desfilarán enfrente de la vivienda de una pareja de franceses que regentan un hostal. Llevan 14 años instalados en el pueblo y tienen un hijo. Lo bautizaron Inti, como uno de los guerrilleros bolivianos del argentino. Aunque él es rubio, perfectamente reconocible entre la media docena de niños de la aldea. En La Higuera hay otra pareja de Francia pero hace años discutieron y no se hablan los unos con los otros.
Finalmente la romería llegará hasta la choza donde mataron al Che, la Escuelita, que ahora mismo es un museo. Solo dos personas en el pueblo tienen la llave para abrirlo y se turnan cada semana.
Entre las piezas importantes de la colección está la puerta porque, según está escrito en la pared: «Por esta puerta salió un hombre a la eternidad». Realmente en el pueblo algunos vecinos comentan que ese trozo de madera no es la verdadera. Sin embargo para contrarrestarlo, el museo tiene la silla donde se sentó el Che. Acompañada por decenas de banderas de diferentes países traídas por turistas.
En esa salita, un oficial interrogó a Guevara después de ser arrestado. Según Lee Anderson, preguntó: «¿Es usted cubano o argentino?». El Che le contestó: «Soy cubano, argentino, boliviano, peruano, ecuatoriano, etcétera... Usted me entiende».
Fuente: El Pais