El arte realizado con el dibujo de Huamán Poma pertenece a Dennis Baltzis
Por: Rafael Dumett - (Dramaturgo y escritor peruano)
Felipillo es nuestra Malinche peruana. “Es un Felipillo”, solemos decir en el Perú de alguien que ha traicionado alevosamente la confianza ajena. No se trata de cualquier traidor. Un Felipillo es alguien que les clava el cuchillo por la espalda a personas con las que tiene un vínculo social -étnico, político, gremial, etc., no un vínculo personal (un esposo a una esposa, por ejemplo). A veces implica un elemento de poder, y un Felipillo es un subordinado que, bajo una máscara servil, atenta contra los intereses de sus superiores para operar en su propio beneficio. Sea como fuere, tiene una insoslayable carga racial.
Ahora bien, para poder hablar de un traidor, necesitamos de un(os) traicionado(s). Pero ¿a quién(es) traicionó Felipillo? ¿Cuán justificado está el funesto lugar que ocupa en la memoria peruana y en nuestro acervo de peruanismos?
Repasemos la historia de nuestro personaje
A Felipillo cada crónica le da un origen distinto. Tres importantes historiadores contemporáneos han examinado la evidencia, pero han llegado a conclusiones diferentes. James Lockhart, siguiendo a López de Gómara, afirma que era de Poechos. José Antonio Del Busto, siguiendo a Cieza de León, que era de Tumbes. Y Juan José Vega, después de descartar uno por uno los otros orígenes posibles –con razones atendibles-, indica que no podía sino ser huancavilca -un grupo étnico de las costas ecuatorianas-, la opción de Guamán Poma.
En todo caso, parece ser que Felipillo fue recogido cuando era un chiquillo en algún punto de la costa entre Piura y la costa ecuatoriana aledaña al río Guayas. Todos los que han escrito sobre él están de acuerdo en que no estaba relacionado a ninguna familia de curacas regionales ni de funcionarios impuestos por el incario. Es decir, que era un simple y llano plebeyo. Algo que, como veremos, es importante tener en cuenta.
En su excelente estudio Hombres de Cajamarca, en el que analiza las biografías de los conquistadores presentes en la captura de Atahualpa y hace un estudio sociológico de su procedencia, Lockhart dedica algunas páginas a los intérpretes indígenas, y realiza una interesante comparación entre Felipillo y Martinillo, el otro intérprete indígena importante en los momentos cruciales de la conquista.
Si bien ambos fueron recogidos en la misma zona, afirma Lockhart, había entre ellos una clara diferencia social. En contraste con Felipillo, que quizá procedía de una familia de pescadores, artesanos o gente de baja condición social, Martinillo provenía de una familia aristocrática de Poechos. Su tío era el curaca tallán Maisavilca, cacique de Chincha, quien regía la zona. Aún no se ha establecido de manera definitiva si Maisavilca era un cacique local o uno impuesto por el incario, pero, dado su rango social, tenía que hablar quechua con fluidez. Martinillo debió de criarse en un entorno quechuahablante.
¿Y Felipillo? ¿Cómo podía hablar quechua si en las costa peruana del norte y ecuatoriana del sur el quechua era un idioma exclusivo de las élites?
La tesis de que Felipillo no hablaba quechua en el momento de su captura, o lo hablaba muy mal, es defendida por Juan José Vega con buenos argumentos. Para el connotado historiador, no deja de ser sintomático que fuera dejado de lado por Pizarro en los momentos decisivos. En Tumbes, el gobernador prefirió a Francisquillo, otro intérprete indígena recogido en el segundo viaje (que se quedó en Tangarará y no formó parte de la hueste que subió a Cajamarca). Y durante la subida a la cordillera y en Cajamarca fue desplazado por Martinillo, quien habría demostrado su superioridad en el manejo de la lengua.
En el famoso encuentro entre el cura Valverde y Atahualpa en la plaza de Cajamarca, todos los informes de los eventos indican que hubo solo un intérprete, pero pocos dan su nombre. Sin embargo, Miguel de Estete, que era secretario de Pizarro y estuvo presente, señala que era Martinillo.
El único momento importante en que, indican los cronistas con unanimidad, Pizarro elige como traductor a Felipillo es durante los días finales del cautiverio de Atahualpa, cuando no tiene alternativa. Ha enviado a Martinillo con Hernando de Soto a Huamachuco para comprobar si estaban fundamentados los rumores de que se estaba gestando un ataque contra los españoles en los alrededores de Cajamarca. La movida de Pizarro es, sin embargo, bastante sospechosa. Parece como si hubiera deseado deshacerse de la incómoda presencia de Soto, uno de los pocos que insistía en mantener al Inca con vida, y de paso apartar a Martinillo y obtener mayor control sobre las traducciones del mucho más manipulable Felipillo, a quien muy probablemente sabía desesperado por demostrar su utilidad.
Desesperación. Angustia. Incertidumbre. Deseo de agradar a cualquier precio a los que lo arrancaron en 1527 o 1528, cuando frisaba los 13 o 14 años, de las costas de sus ancestros. A falta de alguien, algo más a quien o a qué deberle lealtad. Desenraizado y desorientado por completo después de cuatro o cinco largos años en tierras extranjeras, en las que seguramente vivió muchas cosas que no podía comprender y no tuvo tiempo de digerir. Destruido en su interior: al pasar de nuevo por las costas que habían sido las suyas, halló solo la devastación ocasionada por la guerra interminable entre Huáscar y Atahualpa, el paso de la viruela y los enfrentamientos sangrientos entre grupos étnicos locales. Con nadie a quien pudiera llamar pariente, amigo o simplemente coetáneo. Aprendiendo sobre la marcha un idioma extraño cuyas palabras la exigían verter a otro idioma extraño que acababa de conocer. Y, por ello, condenado a inferir, deducir o simplemente inventar las traducciones que se le exigía día a día para poder sobrevivir.
Cuenta la historia que, cuando se aproximaba el tiempo de las decisiones sobre la suerte del Inca, Felipillo distorsionó los testimonios de los nativos y que hizo todo lo posible para convencer a los españoles de que Atahualpa estaba complotando contra ellos y hacerlo ejecutar. Que actuó de este modo pues había sido atrapado haciendo el amor a una de las esposas del monarca incaico y deseaba evitar la feroz represalia del Inca y salvar su pellejo.
El historiador John Hemming deshace la patraña, que ha sobrevivido hasta nuestros días y sigue siendo repetida sin cuestionamientos, en su bien informado libro The Conquest of the Incas. En él, señala que ninguna de las crónicas contemporáneas a los eventos menciona el hecho. Este solo empieza a ser referido a inicios de la década de 1550, cuando se trataba de recuperar la estela glamorosa y legendaria de los conquistadores y se buscaba tenazmente chivos expiatorios a quienes atribuir la culpa de la muerte de Atahualpa, que había ocasionado la reprobación real. Esto formaba parte de una estrategia para salvar la reputación de los conquistadores y preparar al terreno para sus reclamaciones. Señala con nombre y apellido a sus autores: Agustín de Zárate y López de Gómara. Nadie consideró, indica Hemming, que oficiales tan astutos como Francisco de Xerez y Pedro Sancho eran difíciles de engañar por una mala traducción en testimonios tan importantes.
Después de la muerte de Atahualpa, Felipillo fue a parar a la comitiva de Almagro y Martinillo a la de Pizarro, dándole una nueva dimensión a su rivalidad: la de las guerras civiles españolas. Y es aquí donde nuevamente el camino de uno y otro traductor diferirán por completo. Por un lado, Martinillo se convertirá en un fiel seguidor de los Pizarro, a quienes servirá en las buenas y en las malas, y gracias a quienes obtendrá hacienda, detentará un respetado cargo vinculado a su oficio de intérprete, se casará con una señora española, llegará a tener un esclavo negro a su servicio y adquirirá el nombre de “don Martín”, apelativo reservado a los curacas y los jefes. Su caída en desgracia coincidirá con la derrota y muerte de Gonzalo Pizarro.
Felipillo, por su parte, jamás se convertirá en “don Felipe”. El relato de sus traiciones posteriores ha sido realizado por el usualmente fidedigno Gonzalo Fernández de Oviedo, aunque no debemos olvidar que fue este cronista el que inventó la historia del famoso “juicio a Atahualpa”, que nunca se realizó.
Cuando Almagro llegó a Quito en 1534 para enfrentar a Pedro de Alvarado, quien amenazaba con reclamar las posesiones del actual Ecuador como suyas, Felipillo abandonó subrepticiamente el campamento de su señor, fue al de Alvarado y le informó de los escasos hombres y pertrechos con que Almagro contaba. Sin embargo, los dos líderes españoles llegaron finalmente a un acuerdo pacífico, y Almagro estuvo a punto de quemar a Felipillo en la hoguera.
La acción de Felipillo nos parece creíble, en la medida en que el traductor indígena no tenía ninguna razón para deberle lealtad y Alvarado parecía constituir una mejor perspectiva para su supervivencia. Sin embargo, nos hace dudar de su veracidad el hecho de que Almagro haya vuelto a confiar lo suficientemente en él para enviarlo como emisario, con la misión de establecer contacto con Manco Inca en Cuzco en 1535. El objetivo del encuentro, de fundamental importancia, era convencer al soberano incaico de forjar una alianza con Almagro (mientras Martinillo hacía lo propio en representación de los Pizarro).
Alguna fibra profunda debieron haber tocado esta entrevista con Manco Inca, pues el convencido terminó siendo él. Quizá Felipillo vio en el jovencísimo monarca –Manco debía andar por su edad, los veinte años- alguien con quien podía finalmente identificarse. Lo cierto es que, en complicidad con Huillac Uma, Sumo Sacerdote Solar y aliado de la conspiración, abandonó la expedición de Almagro a Chile poco antes de llegar a su destino para unirse a la gran rebelión simultánea liderada por Manco, que cercaría al Cuzco y a Lima en 1536.
Huillac Uma logró escapar y llegar al Cuzco, pero a Felipillo lo encontraron, capturaron y ejecutaron (mediante la pena del garrote, según algunos; descuartizado, según otros). Pero no sin dar batalla. El capitán español Martín Monje indicaría en un testimonio de servicios prestados a la corona el de haber ganado una fortaleza en una montaña “donde un capitán llamado Felipillo se había fortificado a sí mismo con unos cuantos guerreros”. El traductor indígena tendría para entonces entre 21 y 22 años.
No podemos evitar imaginar el tipo de reflexiones que pudieron pasar por su cabeza en los momentos finales. No lo visualizamos desorientado, desubicado, fragmentado, lamentando su “error de cálculo”, como insisten algunos historiadores sin base alguna. No creemos los informes de Fernández de Oviedo de que terminó confesando sus culpas, incluida la de la muerte de Atahualpa.
Mientras el garrote se va cerrando poco a poco sobre su cuello o sus descuartizadores le van descoyuntando los miembros uno por uno, lo imaginamos repasando su propia vida. Deseando quizá haber vivido una menos incierta, con amos más dignos de lealtad. Pero sin un ápice de arrepentimiento por haber intentado contribuir en la parte final de su existencia al restablecimiento de un imperio en el que por fin habría espacio para alguien como él.
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