Por: David Vilcapuma Gutiérrez Licenciado en Educación Difusor de la literatura oral de la serranía chinchana |
---|
Rondaban los años setenta, yo era un niño inquieto que iba dejando atrás la infancia, caminaba mostrando una vigorosa energía que pareciera nunca acabar, subía y bajaba los cerros incansablemente.
A los ocho años asistía maravillado a la lejana y bulliciosa escuela, donde iba despertando mi curiosidad por el estudio y la atracción por conocer a mis compañeros de estudio, sus ocurrencias, los juegos y las sensaciones.
Las circunstancias nos hacían vivir experiencias muy duras, haciéndonos responsables más tempranamente, era un testimonio vivo que marcaba nuestro destino con acierto.
Una tarde en plena lluvia, cuando pasteaba las cabras, entre los pedregales; me había quedado dormido por unos segundos; y ante el espanto de los caprinos, asustado desperté; un zorro me veía fijamente, dejándome petrificado de susto.
Esa tarde el maldito carnicero no pudo arrebatarme ningún guachito del rebaño, salvándome de la tremenda paliza que me iba caer, si se llevaba un ejemplar.
Las noches se volvían largas y agitadas en esa localidad, donde apretando mi cabeza ardiente y dolorosa, entre la almohada y la manta, intentaba conciliar el sueño.
Logrando dormir apenas unas cuantas horas, casi con los ojos abiertos, los recuerdos de miedo que eran infundidos desde la escuela a través del castigo; estaban grabados en mi mente, apareciendo de vez en cuando.
Era la sombra de lo que percibía en esos recuerdos, hoy puedo expresarlo desde el fondo de mi corazón, a través de las palabras y a borbotones.
A la luz del amanecer, mientras la niebla se dirigía hacia el cerro, veía una sombra que se alejaba con ella; era mi alma que retornaba a mi Santa tierra
Recibe las últimas noticias del día