Desde comienzos de 1983 hasta el 18,19 de junio de 1986, ejerciendo como presidentes Fernando Belaunde Terry y Alán García, el conflicto se agudizó por su militarización, y se enviaba “al otro barrio” a los opositores. Como es sabido, en esa bochornosa época hubo numerosos muertos y desaparecidos en las cárceles en Lima y Callao-Lurigancho, El Frontón y Santa Bárbara. Pasadas estas pesadillas locales, de junio de 1986 a marzo de 1989, la violencia se extendió como un cáncer por todo el país.
Durante ese funesto período, según la
Comisión de la Verdad y Reconciliación, hubo 69 280 personas ejecutadas extrajudicialmente, desaparecidas forzadamente, sometidas previamente a tortura y trato cruel. A diciembre de 2013 se habían registrado en la Comisión Multisectorial de Alto Nivel, 188 417 víctimas individuales y 5 743 víctimas colectivas, quedando pendiente de registro más de veinte mil personas. La mayoría de víctimas eran quecha hablantes de Huancavelica, Ayacucho, Junín, Huánuco, San Martin ,Lima-Callao, Puno, entre otras.
Transcurridos más de tres décadas de ese doloroso capítulo de la historia peruana, se conocen solo verdades a medias, y las miles de familias de las víctimas de la violencia, continúan sin reparar, como tampoco se han asignado los recursos públicos para ese propósito.
El sistema judicial nunca antes había estado tan indiferente para investigar, establecer responsables y ordenar indemnizar a las víctimas, o a sus familiares. Un informe del Banco Mundial señala que si el Perú mejorase su sistema judicial hasta un nivel similar al promedio de la región, la riqueza aumentaría en un cincuenta por ciento.
El Acuerdo Nacional del 22 de julio de 2002, que aprobó el Plan Bicentenario poco o nada ha avanzado en materia de reparación de víctimas, y ante el mundo el país quedaría mal plantado por no observar instrumentos internacionales como la Convención Americana sobre Derechos humanos y la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas.