No pocas etiquetas de productos biológicos (aquellos productos que aseguran no haber sido tratados con ningún tipo de pesticida que no sea natural; que han sido cultivados respetando los ciclos propios de la naturaleza y no han sido modificados genéticamente) le prometen no solo un sabor auténtico, sino que al elegirlos contribuirá a cuidar la naturaleza.
El 36% de los que consumen que productos ecológicos (sinónimo de biológicos u orgánicos) lo hacen por motivos medioambientales.
Si es de los que creen que al comprar estos alimentos contribuye a salvar el planeta, podría estar incurriendo en un error: un reciente artículo publicado en New Scientist asegura que es un tipo de agricultura menos eficiente, con la que no se reducen las emisiones de CO2 y que, además, sus productos no son necesariamente más saludables.
“Está de moda hacer más confianza a lo ecológico o biológico por el atractivo de la palabra, pero nadie tiene idea de cómo se produce”, sentencia un ingeniero agrónomo. Para este experto, una producción totalmente ecológica no abastecería a toda la población:
“Somos 7.000 millones de personas frente a un 1% de producción ecológica. Cambiar a una agricultura ecológica implicaría que la mitad de la población mundial tenga que dejar de comer.”
Solo se cultiva así en zonas donde faltan medios para agricultura técnica, como en India o en algunos países africanos. Pero no están movidas por respeto al medioambiente, aunque esto el consumidor lo ignora. Muchos consumidores asocian ecológico a bueno”, opina el experto.
Aunque usted no lo perciba, la agricultura ecológica requiere la utilización de más tierras, debido a su bajo rendimiento respecto a la convencional, lo que implica la degradación de ecosistemas como las selvas en las zonas tropicales.
Una investigación publicada en Nature 2012, basada en un metaanálisis (un procedimiento estadístico avanzado) de todos los datos publicados, concluía que la producción orgánica produce entre un 5 y 34% menos que la convencional. “Para satisfacer las necesidades de la población creciente [en 2050 habrá aumentado en 1000 millones de habitantes según la FAO], se necesitaría más superficie para cultivar, esto significa que, si se respetan las normas de la agricultura ecológica, habría que desforestar las selvas para ello.
Sin embargo, con la agricultura convencional, tecnológicamente muy avanzada, se podría cultivar en zonas esteparias e incluso en desiertos”, señala Emilio Montesinos, microbiólogo y catedrático de Patología Vegetal y director del Instituto de Tecnología Agroalimentaria-CIDSAV de la Universidad de Girona
Mayor huella ecológica
Si le hablan de gases de efecto invernadero, seguro que lo que primero que le viene a la mente es la imagen de una metrópoli superpoblada o la de las humeantes chimeneas de una gran industria.
Pero la producción agrícola juega también su papel en estas emisiones dañinas para el planeta. De hecho, "la ecológica implica, de media, una mayor emisión de dióxido de carbono que la convencional. Hay que tener en cuenta las labores del campo, la mano de obra, la menor eficacia de los productos fitosanitarios para el control de plagas y enfermedades o de fertilización", explica Montesinos.
“Por ejemplo, en un programa de producción ecológica de manzanas, el control de una enfermedad muy frecuente denominada moteado requiere aplicaciones semanales o más frecuentes, durante tres meses, de productos poco eficaces como el bicarbonato potásico, el azufre o el caolín. Al final de la campaña, esto puede significar más de doce tratamientos".
Según el microbiólogo, un huerto familiar, donde las labores se realizan a mano, no comportaría una huella de CO2 mayor, "pero en una explotación de una hectárea, la presencia de la maquinaria agrícola es más frecuente y, por lo tanto, aumentan las emisiones. En agricultura convencional, se usarían fungicidas de síntesis mucho más eficientes y menos tratamientos, entre dos o cinco”.
Otro aspecto importante se refiere al coste energético de los productos fitosanitarios. El especialista lo ejemplifica: “En algunos cultivos ecológicos se requiere menos energía, pero a veces se utilizan compuestos derivados autorizados de cobre, pero con un tremendo impacto ambiental. Aunque se consideran naturales, no proceden en primer término de extracciones directas mineras, sino del reciclado de cables eléctricos, entre otros. Este reciclado tiene un considerable consumo energético y emisión de CO2”.
Con el objetivo de reducir las emisiones de efecto invernadero, la tecnología agrícola más prometedora hasta la fecha corresponde a la modificación genética, ya que los cultivos modificados (OGM, por su siglas en inglés) se encaminan a capturar energía solar y así reducir el uso de fertilizantes. De hecho, un estudio de 2014 fijaba en un 36,9% la disminución del uso de pesticidas gracias a la modificación genética. “Tanto los cultivos transgénicos como los convencionales realizan la fotosíntesis y fijan CO2 mediante la captura de energía solar.
Los cultivos comerciales actuales todavía no incorporan una menor necesidad de fertilizantes, porque, aunque existen variedades mejoradas OGM, todavía no están en el mercado. En el futuro, estas plantas podrán reducir las emisiones de CO2, incluso utilizarse como sumidero”, asegura Montesinos.
La agricultura ecológica se relaciona constantemente con la salvación de los sabores de antes, lo que el consumidor relaciona con un alimento más saludable, explica Oltra: “Es una idea errónea: si un tomate comprado en una gran superficie no sabe a tomate no es por el tipo de agricultura del que proviene, sino porque, ante una demanda de productos visualmente perfectos (escogemos el tomate por su color y no por su sabor), los productores convencionales priorizan el atractivo de los alimentos sacrificando su sabor".
Para el bioquímico y divulgador José Miguel Mulet, autor de Los productos naturales, vaya timo (Laetoli) y Comer sin miedo (Destino), “el etiquetado ecológico solo dice que lo que se ha utilizado es natural, pero no que sea mejor ni peor. Tampoco informa si se ha aplicado alguna de las numerosas excepciones que prevé el reglamento. Solo hace referencia a que se ha producido de acuerdo con la normativa, pero nada sobre el impacto ecológico como la huella de carbono [CO2 que se emite en todas las fases de elaboración de un producto]”, apunta.
Aunque el certificado de la huella de carbono no es obligatorio, hay países europeos en los que es habitual que los productos eco señalen este dato en su etiqueta. Para Oltra, este indicador no ayuda a hacerse una idea real de si estamos frente a un producto nocivo para la naturaleza o no.
“La certificación es muy importante, pero solo cuando la puede entender el usuario final. Hay otros conceptos, como la huella hídrica (cuantificar el agua que se ha utilizado), que son más comprensibles. Pero sobre todo es necesaria una comparación: si se lee que un producto ha utilizado 18 litros para un kilo y para otro 32, nos queda más claro. Con la etiqueta, se premiaría la eficacia desde un consumo verde, y no solo en el uso de agua, también en fertilizantes o tratamientos fitosanitarios”, observa.
Todo vale la pena ¿por la salud?
Otro motivo por el que la gente elige productos ecológicos es porque se preocupan por su salud. Mulet considera que comer bio no es más sano: “La calidad nutricional es similar tanto en convencional como en ecológico. Otra cuestión es la seguridad alimentaria, donde queda claro que las mayores alertas se han producido en ecológico, empezando por la crisis del 2011 que ocasionó 47 víctimas”.
“Cuando no hay problema de plagas y de nutrición en las plantas, la agricultura ecológica no requiere actuaciones importantes para su control como el uso plaguicidas autorizados. Sin embargo, en la práctica, plagas, enfermedades y malas hierbas comprometen alrededor del 33% de la producción potencial en pérdidas en la convencional. Es de suponer que en la ecológica aún sea mayor debido a la menor eficacia de los sistemas de control. Esto se traduce en que sus productos presenten un mayor deterioro y no se conserven tan bien como los convencionales, ocasionando podredumbres fúngicas.
Algunos de esos hongos producen micotoxinas, hoy uno de los problemas toxicológicos alimentarios más preocupantes”, concluye Emilio Montesinos.
Fuente: El Pais
Recibe las últimas noticias del día