Por: Moisés Naim
La madre naturaleza nos ha estado mandando señales. El 2015 va en camino de ser el año más caluroso de la historia. Hace unas semanas el huracán Patricia, el más fuerte jamás registrado por los meteorólogos, generó vientos sostenidos de 320 kilómetros por hora, un récord.
Según la ONU, el número de tormentas, inundaciones y olas de calor es hoy cinco veces mayor que en 1970. Aunque parte de este aumento seguramente se debe a que ahora tenemos más y mejor información que entonces, todos los estudios evidencian la mayor frecuencia con la que ocurren fenómenos climáticos extremos: temperaturas extraordinariamente altas o bajas, lluvias torrenciales, sequías, incendios, etcétera. La cifra de personas desplazadas de sus hogares debido a desastres climáticos no tiene precedentes, y supera a la de los desplazados por conflictos armados.
Un reciente estudio concluye que hacia finales de este siglo algunos centros de población del golfo Pérsico “experimentarán niveles de calor y humedad intolerables para los humanos”. El sureste asiático también está expuesto a este tipo de amenaza. En estos análisis, “intolerable” no quiere decir muy incómodo; quiere decir que estar a la intemperie tan solo algunas horas implicará correr un riesgo mortal.
Después de décadas de debates, los científicos han concluido que estos cambios climáticos se deben al aumento de las emisiones de gases que produce la actividad humana. Aún quedan escépticos que dudan de esto, pero son cada vez menos. Y en algunos casos, el escepticismo es nutrido por tendenciosos “estudios científicos” financiados por actores que se verían perjudicados si el mundo se decide a cambiar la manera como produce y consume energía. Y sabemos que, hasta ahora, el mundo no ha sido capaz de actuar con eficacia para modificar su desastrosa trayectoria con respecto al calentamiento global.
Pero esta inacción ante una crisis cada vez más obvia no se debe, en esencia, a las manipulaciones de empresas y países que buscan proteger sus intereses a expensas del bien de todos.
Se debe a la naturaleza humana.
Nos cuesta mucho alterar hábitos y costumbres. Todas las investigaciones encuentran que la gran mayoría de quienes inician una dieta para bajar de peso la abandonan antes de lograr su objetivo. Quienes han intentado dejar de fumar saben lo difícil que es, dado lo adictiva que es la nicotina. También sabemos que no hay nada más eficaz para modificar hábitos, dietas y estilos de vida poco sanos que un infarto que no nos mata. En muchos, ese susto produce cambios positivos que parecían imposibles. ¿Será que necesitamos un gran susto colectivo para cambiar la forma en la que nos relacionamos con nuestro planeta?
¿Es que las señales que nos está mandado la naturaleza no son suficientes?
Hasta ahora no. Pero todo apunta a que nos viene un infarto climático que obligará a la humanidad a hacer una dieta para la cual no está preparada.
La adicción que hoy día tiene el mundo al consumo de carbono es tan difícil de romper como la adicción al tabaco, al azúcar o al alcohol que tienen algunas personas. La manera en que alumbramos, calentamos o enfriamos nuestras casas y oficinas, nuestros medios de transporte o los productos que consumimos —de plásticos a hamburguesas— implican un alto consumo de carbono que, una vez emitido a la atmosfera como CO2, contribuye a calentar el planeta y a enloquecer el clima. Y esto tendrá que cambiar.
Si mantener una dieta resulta difícil para una persona, lo es aún más cuando muchos países la deben hacer colectivamente. Es costoso para todos. Por eso algunos países harán trampa. Otros pedirán que la dieta de los más gordos sea más severa que la de los más delgados. Y otros exigirán que los países que llevan desde la revolución industrial contaminando el planeta y su atmósfera sean quienes hagan la dieta, y no aquellos que aún están industrializándose.
La primera conferencia mundial sobre el medio ambiente se celebró en Brasil en 1992.
La próxima tendrá lugar en París en unas semanas. Entre ellas ha habido muchas otras reuniones y muy poco progreso. La de París promete ser la que más avances logre y es probable que así sea.
Sin embargo, aun si tiene éxito, las metas que se plantean en cuanto a reducción de emisiones están por debajo de las necesarias para evitar que la temperatura aumente a niveles peligrosos. Así, la inercia de la naturaleza humana seguirá retando a la madre naturaleza. Sin importar que sepamos que, al final, la madre naturaleza siempre gana.
Fuente: EL PAIS