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Publicado en el Diario El Comercio.
Con motivo de las elecciones estadounidenses de 1988, en las que competían George H. W. Bush por el Partido Republicano y Michael Dukakis por el Partido Demócrata, un spot muy simple mostraba el “teléfono rojo” –enlace comunicativo directo entre Estados Unidos y la Unión Soviética en plena Guerra Fría– que sonaba varias veces y nadie contestaba. Una voz en off sentenciaba:
“Esto no ocurrirá en un gobierno de George H.W. Bush”. Se acusaba a Dukakis de ser dubitativo, temeroso. Pese a su experiencia, nunca pudo deshacerse de esa imagen que sus oponentes habían construido, no sin su aporte personal. La consecuencia fue fatal. Su derrota fue una de las más estrepitosas de la historia de los demócratas.
La diferencia entre aquella referencia, no solo en el tiempo, es enorme. Sin embargo, aquí como en Estados Unidos y en cualquier otro país se espera de un mandatario presencia y oportunidad cuando toma decisiones. Su visibilidad es la más alta y lo que hace, dice o deja de hacer es tomada con la mayor atención. No puede ser de otra manera, pues se trata de la persona que tiene en sus manos el mayor poder político. Y en países como el nuestro, se cree incluso que puede tener poderes ilimitados y resolverlos a plena voluntad. Esto explica el éxito de los mayores populistas, como Alberto Fujimori, que recorría el país entregando prebendas como generosas dádivas.
El presidente Pedro Castillo habla poco y, cuando lo hace, casi no se le escucha. Ser cauteloso es una virtud no muy frecuente en la política, pero no comunicar en el momento necesario y con claridad se convierte en un serio problema. Pero el silencio se percibe como ausencia, lo contrario a las exigencias del cargo. Se puede interpretar como falta de iniciativa, temor a tomar decisiones o pánico escénico en un ambiente de ámbito nacional, que exige otras formas de comunicar y actuar distintas a las acostumbradas. Así, sus carencias se acrecientan y sus virtudes se vuelven imperceptibles.
Pero si eso ya es un problema, el tema se agrava cuando ese espacio que el presidente deja vacío es ocupado por Vladimir Cerrón, que tiene más formación y experiencia. Su lejanía física de Palacio de Gobierno y su ausencia de un cargo público no le impiden tener una gran influencia colocando hombres de su confianza y opinando sobre todos los asuntos, incluyendo advertencias y críticas de manera incontinente. A la limitación de su set de ideas de un marxismo dogmático de paporreta, le agrega una seguridad y una arrogancia que contrastan con las de Pedro Castillo, convirtiéndolo en un presidente empequeñecido que tiene voto, pero que carece de voz.
Para algunos, ambos son dos caras de la misma moneda. El tema es que quien carga con la responsabilidad es Castillo, al que, como presidente, lo peor que le puede ocurrir es que se instale la idea de que comparte el poder, configurándose un gobierno bicéfalo. Los beneficiados no son otros que los que quieren el fin de su mandato.
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