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En el ecosistema político del Perú siglo XXI: menos populismos, más demócratas

"El fujimorismo en el Perú no es solo un partido político: es también una forma de hacer política que atraviesa espectros ideológicos" según Alberto Vergara.
"El fujimorismo en el Perú no es solo un partido político: es también una forma de hacer política que atraviesa espectros ideológicos" según Alberto Vergara.


 

En el Perú de las últimas décadas, “antifujimorismo” se convirtió en una categoría clave de la cultura política nacional, una que aparecía casi como sinónimo de “demócrata”.

 

 

Yo mismo he sido muchas veces señalado como “antifujimorista”. Sin embargo, nunca me ha gustado la etiqueta. Porque oculta lo relevante: la afirmación democrática. Es decir, no creo haber sido crítico del fujimorismo por alguna ojeriza particular, sino porque desde hace treinta años se dedican a derruir la democracia. Lo antifujimorista es solo el derivado de unas convicciones democráticas. Y verlo así, además, nos recuerda que en la historia peruana hubo una ciudadanía que rechazó, y algunas veces ayudó a derrocar, dictaduras muy distintas como las de Manuel Odría (1948-1956), el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas (1968-1980) o la de Alberto Fujimori (1992-2000). La afirmación democrática antecede al fujimorismo y le sobrevivirá.

 

Los primeros dos meses del Gobierno de Pedro Castillo me han regresado a estas cavilaciones. Un presidente que encabeza una coalición de grupos de izquierda, pero en la cual quien llevó la voz cantante fue el partido Perú Libre (una izquierda verdaderamente radical) y, en especial, su secretario general, Vladimir Cerrón, un incontinente tuitero leninista (además de sujeto de sentencias e investigaciones por corrupción). Su influencia se evidenció cuando impuso como primer ministro a Guido Bellido y al sabotear la presencia en el Gabinete de políticos de centro o centroizquierda. Felizmente, luego de dos meses en que Bellido y Cerrón empujaron el país hacia el abismo de la polarización, el presidente Castillo reemplazó al premier con Mirtha Vásquez, una mujer competente, y ahora el país recobra cierta serenidad.

 

Lo ocurrido en estos dos meses, no obstante, es relevante para el futuro de la democracia en el Perú y también para el resto de América Latina, con sus propias tonalidades. Tuvimos un Ejecutivo con retórica, impulsos y acciones reñidas con la democracia desde el primer día. El retirado primer ministro, Guido Bellido, no debería haber sido autoridad en ningún país con alguna consideración por la democracia. Para ponerlo en corto: se trata de alguien que admira cuanta dictadura de izquierda reina en la tierra, que ha hecho públicas sus simpatías por Sendero Luminoso (el grupo terrorista que asoló el Perú entre 1980 y mediados de los noventa), que se ha expresado reiteradamente en términos misóginos y homofóbicos, y que jugó a crispar la vida política planteando una y otra vez amenazas contra las instituciones democráticas. Otros ministros eran también una provocación andante: el de Trabajo tenía indicios de haber participado en Sendero Luminoso y de ser cercano a agrupaciones generadas por SL; el de Comunicaciones reclamaba que la televisión estatal golpeaba al Gobierno “como si fuera un canal extraño” y amenazaba con hacer cambios ahí; el Ministro de Cultura carecía de experiencia en el sector, pero era célebre por desenfundar su pistola borracho y echar unos buenos tiros al aire. Esta colección de personajes, a su vez, llegó a los ministerios con séquitos que parecían proponerse derruir la endeble meritocracia estatal. Muchos, además, tenían verdaderos prontuarios criminales. En resumen: el Gabinete combinaba autoritarismo, clientelismo, misoginia, homofobia y un elenco con antecedentes penales. O sea, ¡pocas cosas más parecidas al fujimorismo!

 

Pero no era el fujimorismo y, por tanto, buena parte de la izquierda aplaudió al Gabinete “de abajo”, provinciano y popular. Es decir, la misma defensa que planteaban antes los intelectuales cercanos al fujimorismo: todo estaba bien, sino que los señoritos se escandalizan ante las maneras del Perú real. Y este es un argumento muy peligroso porque, arropado en sensibilidad democrática, en realidad, plantea una nociva equivalencia entre el Perú popular y el Perú lumpen. En un país donde la ciudadanía de la provincia e indígena tiene una presencia marginal en la esfera pública, designaciones así de lamentables desperdician la oportunidad de fortalecerla y legitimarla.

 

Sorprendentemente, Verónika Mendoza y su partido Nuevo Perú, que habían navegado con bandera de modernos y posmateriales, lucieron encantados con el Gabinete. Cuando el presidente Castillo consideró despedir a Bellido hace más de un mes, Mendoza le dio una protección crucial para su supervivencia. De un Gabinete con dos ministras sobre un total de 19, afirmó que expresaba “por primera vez en la historia la diversidad de nuestro pueblo”. Y su partido la siguió en el entusiasmo. La feminista ministra de la Mujer afirmó sentirse cómoda en el Gabinete del misógino Bellido. La congresista Sigrid Bazán acudió a tomarse fotos con el ministro de Trabajo cuando se destapaba su cercanía con Sendero Luminoso. Hoy queda claro que por mucho tiempo hubo una errada equivalencia entre izquierda limeña e izquierda democrática.

 

En fin, el fujimorismo de izquierda estaba muy bien. Y los críticos —aun cuando muchos habíamos defendido el triunfo de Castillo contra una derecha que buscó asesinar la democracia peruana con el embuste del fraude—fueron descalificados como “racistas”, “clasistas”, “golpistas” y acusados, cómo no, de hacerle el juego al fujimorismo. Como ha sostenido el politólogo Daniel Encinas, más que demócratas de convicciones débiles, aparecieron como autoritarios en ciernes.

 

Felizmente, la izquierda autoritaria de Perú Libre y su valedora de Nuevo Perú no son las únicas en el país. Aunque no exista una socialdemocracia partidaria, algunos líderes de izquierda han dado pelea democrática y consiguieron que Castillo desechara a los personajes más retardatarios del Ejecutivo. Pedro Francke, Ministro de Economía, puso condiciones desde el primer día, ha nombrado funcionarios competentes y ha sido pieza fundamental para que la economía no se desmorone. El Ministro de Justicia, Aníbal Torres, en más de una ocasión criticó al Premier y a Cerrón, lo que le valió ser tildado de de traidor. La congresista de Perú Libre y ahora Ministra de Trabajo, Betssy Chávez, también se ganó agresiones por declarar sin ambigüedades democráticas.

 

Estas personas —y algunas otras— junto a una esfera pública crítica fueron clave para que el presidente Castillo tomase las riendas de su Gobierno y debilitase a la facción más dañina de su coalición. Ahora Perú Libre reclama enfurecido y promete venganza, mientras la izquierda de Verónika Mendoza celebra la salida de Bellido y a la nueva primera ministra Mirtha Vásquez: pareciera que de tanto vivir en Twitter su principal identidad es ser followers (seguidores).

 

Hoy la tensión ha disminuido. Vásquez ha traído alivio a un país agotado de polarización. Ojalá su gestión demuestre que se puede contar con una izquierda democrática y no solo antifujimorista. Porque la consigna (y el ánimo) “Fujimori nunca más” han sido útiles en tiempos electorales y evitado tres veces que Keiko Fujimori llegue a la presidencia, pero hoy estorban más de lo que ayudan. En la medida en que se propone como objetivo principal impedir el retorno al poder del fujimorismo, se constituye en una fábrica de condescendencia pues el Gobierno siempre es evaluado de manera benigna, ya que “peor sería tener a Fujimori”. El fujimorismo en el Perú, hay que repetirlo, no es solo un partido político: es también una forma de hacer política que atraviesa espectros ideológicos. Y solo la afirmación democrática podrá combatirlo de manera integral.

 

Lo expuesto aquí vale también para la centroderecha. Así como la centroizquierda se volvió comparsa de un gabinete de posturas antidemocráticas, la polarización ha llevado a que muchos liberales —entre los que Mario Vargas Llosa es el más notable, pero no el único— abandonen la defensa de la democracia para aliarse, en nombre del anticomunismo, con una derecha cavernaria.

 

Es el viejo problema de las polarizaciones que vuelve a atravesar hoy Latinoamérica. Habría que regresar al libro notable del politólogo Arturo Valenzuela sobre el golpe de Estado en Chile en 1973. El autor argumentaba ahí que si bien las posiciones maximalistas de derecha e izquierda habían favorecido el quiebre de la democracia, también había colaborado un centro que fracasó en mantener a flote el sistema, entre otras cosas, porque muchos centristas desertaron de su papel. Esto mismo es un riesgo enorme hoy en la región. Si los liberales y socialdemócratas —por llamar de alguna manera a la centroderecha y la centroizquierda— se dejan arrastrar hacia los extremos será muy difícil sostener nuestras democracias.

 

Alberto Vergara es politólogo e investigador académico peruano. Es profesor en la Universidad del Pacífico, Lima.

 

Fuente: El Pais

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