Por: Ferrer Maizondo Saldaña |
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Llegó apurado. Ansioso. Venía de Chincha, del fundo San Regis, perteneciente al distrito de Alto Larán. [De aquel distrito que, según la tradición, y lo cuenta siempre el abogado Lauro Muñoz Garay, toma su nombre de una frase humorística que los jesuitas asentados en esos valles se burlaban sobre los esfuerzos de un hacendado de construir una enorme mansión en su predio: “si la harán”; en respuesta, el propietario de inmensas y productivas tierras, don Antonio Fernández de Prado, bautizó su territorio como “San Antonio de La harán”, transformándose posteriormente en Larán, y ahora en Alto Larán].
Como decia, gran parte del trecho viajó en uno de los camiones mixtos que recorre la zona, conducido por experimentados choferes de trochas carrozables como Sandiga, Langacho, Soncco y el cholo Claros.
Desde el punto donde terminaba la carretera caminó durante varias horas, averiguando como llegar rápido. Pasó como el viento por Quichua. Su caminar se hizo lento en Chilcani, donde el carismático y bonachón Celino Peve le obsequió un manojo de tumbos. Refrescó el calor en las aguas del riachuelo de Chapaca y, para el ascenso del último tramo se valió de una caña que le sirvió de soporte.
Luego de las varias vueltas del camino empedrado se detuvo el ver una cruz que colgaba un paño blanco de fino encaje. Se paró al costado de la piedra grande, se quitó el sombrero, dejó a un costado la caña que le servía de soporte, se persignó, y llamó al niño que estaba cerca, a Cristóbal Manrique Dávalos.
Cristóbal, que en aquel entonces todos lo conocíamos solo como Quito, casi suelta la portaviandas que llevaba en la mano. Era la primera vez que veía a un hombre de color negro. Era un señor alto, medio encorvado, nariz chata y ancha, labios como arrimangados, con canas que blanqueban su presencia. Por algunos segundos, Quito se quedó estático, mudo. No sabía si correr o llamar a su mamá, cuando el desconocido, sin mediar muchas palabras le preguntó en voz alta y ronca: ¿Conoces a Come Cabeza?
Quito miró a todos lados, y solo atino a mover la cabeza en señal de negación. En ese momento, en uno de los giros de la cabeza, notó que cortando camino se acercaban Santiago Rojas Cárdenas, el Gallo; y, Luis Medina Rojas, Chihuillo. El señor venido de la costa, les lanzó la misma pregunta que hiciera antes. Ellos se hicieron a un lado, y como no queriendo ver ni oír, lo que miraron y escucharon, continuaron caminando con su carga de leña a la espalda.
Para buena suerte apareció doña Gabina del Río, esposa de Pablo Suárez, que subía de Conoccorán, cargando en su floreada manta una calabaza mediana, yacones y algunos blanquillos para sus nietos. Ella recibió la misma pregunta que el hombre hiciera al niño. La respuesta fue definitiva, no, no conocía a Come cabeza.
Doña Gabina percibió de inmediato que no se trataba de una broma, ni tampoco de un hombre desquiciado. Ante la evidente preocupación del visitante, sugirió que vaya al pueblo, que estaba cerca, que hable con el gobernador o pregunte a doña Venecia Gutiérrez, o a su nieta Elaine Patiño, que conoce a todos.
Ingresando a la plaza encontró a Fortunato Cárdenas, Forto o Jefe como lo conocemos nosotros. Rápidamente entablaron diálogo, luego de un par de copas de pisco remojado en cascarilla. Y, entre una pregunta y otra inquietud pudieron entenderse, mientras circulaba la media botella de pisco.
Estaba buscando a un curioso que en los meses de verano bajaba a la costa, a la campiña de Chincha, a la cosecha de algodón, caña o uva. Necesitaba encontrarlo. Era urgente. En uno de los galpones del fundo San Regis se había enfermado un niño, y los médicos de la ciudad no podían curarlo. Consultó a los mejores curanderos de la Calera, el Pedregal y Ayoque. Uno de los mejores maestros de Huamanpali le dijo, que de esos casos, solo podía salvarlo Come Cabeza.
Contó que su único hijo, un negrito travieso, de la noche a la mañana lloraba mucho, saltaba cuando estaba dormido, tenía los ojos hundidos. Que su vecina, doña Concepción le recordó, también, que el año pasado Come Cabeza, natural de Huachos, le había pasado un pedazo de periódico por todo el cuerpo, a la hija del Mauro Pérez, el caporal de la hacienda La Calera; y, había sanado. También le mencionó que una vez, hace tiempo, don Come Cabeza, sanó al menor de los hijos de la familia Grimaldi Román, a Ernesto, allá por el Guayabo, en Sunampe, con una oración y palabras nuevas de buena vibra, luego de pasarle el huevo desde la cabeza hasta los pies.
La presencia del visitante fue la comidilla aquella mañana. Todos se enteraron que estaba en Lucma, en la tienda de Sabina Molina. En las esquinas y los callejones del pueblo se desató un murmullo de historias de fantasmas, gargachas, aparecidos, tierra de muertos y pistacos.
El hombre negro, con los ojos casi llorosos, seguía comentado que su hijo tenía mal de espanto. No era un simple susto, tampoco susto de perro ni espanto de víbora porque el niño no les tenía miedo a los animales. Por eso buscaba a Come Cabeza. Para que campanilla en mano le haga retornar el alma al cuerpo de su inocente criatura. Con hierbas silvestres y flores del campo que curan el susto. Y, si utilizaba alumbre podría ver qué cosa los asustó, aunque casi estaba seguro que era una sombra lo que había enfermado al negrito.
En el último sorbo de la copa de pisco, Fortunato Cárdenas, entendió por quién estaba preguntando, y con prolongada interjección, ¡Ah!, ¡Ah! ¡Ah!, mirando a los curiosos, que a esa hora ya eran varios, dijo: Busca a don Cosme Cabezas.
Para los afrodescendientes afincados en las campiñas de Chincha, don Cosme Cabezas, era un gran rezador. Especialista en quitar los males del cuerpo. Un entendido. Ingenioso hombre. Ganador de perdones.
Ferrer Maizondo Saldaña huachosperu@gmail.com Mayo, 2017.
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