La mirada de Pedro Castillo estaba perdida tras finalizar el mensaje en el que anunció el golpe de Estado. Sus manos permanecían aún temblorosas, buscaba aprobación detrás de la cámara que registró el golpe de Estado más absurdo del Perú.
Nadie llegó a respaldarlo, ni las rondas campesinas, ni los frentes de defensa, tampoco sus ministros que le reclamaron la ruptura democrática. La plaza de Armas permanecía enrejada a pesar de la orden que habría impartido, abrir las rejas, para que los manifestantes llegaran a apoyarlo.
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