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Por: Ferrer Maizondo Saldaña |
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Don Jacinto Vásquez Cárdenas, murió un 23 de octubre de 1968. Don Jacinto vivía al final del Jirón El Comercio, cerca a la casa de tía Leo y al frente del taller de sastrería de Don Roberto.
Don Jacinto Vásquez vive en el recuerdo. En todo encuentro y reencuentro de los huachinos siempre es mencionado. No es para menos. Su ingenio fue un manantial natural de bromas que afloraba y discurría por su casa, en las esquinas, en la plaza, en los caminos, en la orilla del río o cruzando el puente de Chacapatán.
Conocido por todos, temido por algunos. Los niños caían en su lenguaje y creían, sin dudas ni murmuraciones, sus historias. Su fama desbordaba las fronteras de su tierra natal: Huachos. Todo un personaje más allá de las provincias de Castrovirreyna y Chincha.
Sus bromas estaban hermanadas con el humor y el chiste, claramente separados en algunos momentos por una sutil línea. Especialista asignando apodos. Los conocidos y clásicos sobrenombres de los personajes del pueblo son de su autoría: Sapo, Cumpasalo, Alma, Huachachi, Víctor Negro, Pucalápiz.
Carismático. Cuidando siempre de dosificar sus bromas, aunque algunas se dejó desbordar por la pasión o la confianza. De lenguaje ameno. En términos generales, don Jacinto era un gran productor de risas, alegría y placer.
De variada ocupación artesanal. Hábil como carpintero, peluquero o zapatero. Algunas veces se desempeñó como Juez de Paz. Pero, fundamentalmente, un artista de la palabra y los gestos. Un curioso cargado de dosis de jovialidad, atrevimiento y entusiasmo.
Mostrábase siempre laborando. Además de su taller tenía pequeñas parcelas a orillas del río donde producía abundante calabazas, tumbos, tuctún, capulí y lancar.
Don Jacinto en sus años mozos, con su esposa y uno de sus hijos.
Cultivaba con mucho esmero y nutritiva curiosidad los chistes y el optimismo. La pena y la tristeza se divorciaron de su vida, alejaron de su encanto, espantaron de sus quehaceres. Los momentos de soledad, penas o recuerdos los asimilaba con un cigarrillo Inca.
Su casa, techo de teja a dos aguas protegida por una cruz de hojalata para espantar a los malignos, estaba a la entrada del pueblo. La segunda puerta que comunicaba al exterior estaba orientada hacia un callejón que desembocaba a una chacra familiar, además de ser el acceso hacia el puquial principal del pueblo de donde sus hijos acarreaban el agua en bulliciosa caminata encabezados por Severiano, Chive.
No vivía en la riqueza, pero tampoco era pobre. Lo único que tenía en abundancia eran ideas, creatividad y sensaciones. La oportunidad para convencer o soltar una frase lapidaria eran dones que los acompañaban en todo momento.
De amenas conversaciones con Rodolfo Soldevilla, Leopoldo Patiño y Cumpasalo, siempre sazonadas con un cuarto o media botella de pisco remojado en huamanripa o cascarilla, en la tienda de la tía Venecia Gutiérrez. Algunas tardes, endulzaba la vida con un anisado chinchano en la tienda de Cruz Casas de Cárdenas.
Sus compinches de buena fe, además de sus hijos, eran el sacerdote y sacristán de la parroquia, de quienes conocía sus gustos, vicios y antojos. La vida y preocupaciones del policía, gobernador, juez y alcalde no le eran ajenos. Sus padrinos, compadres y ahijados no escapaban del verbo de don Jacinto.
Quien heredó la magia y el encanto de las historias de don Jacinto, es su sobrino Vitín, Víctor Salvatierra Llancari, quien recuerda con una sonrisa cómplice a su tío presentándonos los tres primeros relatos o “piqueítos” como los llama él. Son narraciones que mantienen el sabor del quechua y la frescura y el buen ánimo de tiempos mejores. Siempre hay un voluntarioso. Las ocurrencias de don Jacinto son contadas y vueltas a contar con picardía por sus hijos, principales animadores de las historias de su padre, cuyos relatos, siete últimos, presentamos y son fáciles de reconocer porque mantienen título propio, coloquiales y de lenguaje sencillo.
En verdad, las historias de don Jacinto son contadas por todo huachino, son historias reales, no inventadas. En fiesta, velorio o encuentro no faltan comentarios o anécdotas de singular personaje; contarlas y volverlas a contar es un rito mágico, un acto de comunicación, un singular refugio, un buen pretexto para recordar a Huachos, para actualizarnos, un vínculo cargado de complicidad.
Nº 1
Cuenta el tío Jacinto que una tarde de regreso de su chacra de Ullpenga, por el camino sinuoso que desemboca hacia el principal de Higoscalle, traía un arado (taclla) sobre el hombro y a la vez jalaba a su yegua; cuyo rasgo principal era su docilidad, porque este animal obedecía el más mínimo de sus requerimientos, cuando de cargar diversas cosas se trataba.
Culminando el camino sinuoso, decide subir desde un altillo o pirca sobre la yegua, pero con el arado sobre el hombro; al llegar a la altura del actual colegio San Cristóbal, exactamente donde antes, a todo brío se dilucidaba la repartición del agua, se encuentra con doña Luzmila Cárdenas, quien sorprendida al ver al tío, montado sobre la yegua y todavía con un arado sobre el hombro, le increpa como llamándole la atención lastimera por su actitud, de la siguiente manera:
- Ay…Don Jacinto, ¿Chaynatañaga chay yeguachallataga maltratashcanqui,… manachu llaquicunqui.? (¿Porque maltratas tanto a ese animal, no te da lástima o pena?)
A lo que el tío Jacinto le contesta:
- Y ashuanchi……… cusicunman, manachu yanapashcanirag. (Al contrario debe alegrarse…porque todavía lo estoy ayudando).
Nº 2
Con el estilo característico, el tío Jacinto relataba una de las tantas ocurrencias de su repertorio. En una oportunidad, su papá quién realizaba faenas rutinarias de la chacra, le hizo el siguiente encargo: Llevar un costal de ceniza al caserío de Huaycos, en cuyo lugar, estaba regando plantaciones de papas y al mismo tiempo esperaba este residuo de uso constante en el lugar, como cura contra la plaga de parásitos.
Con mucho valor por no decir flojera, bajo un sol abrasador, el tío inicia la faena con el costal de ceniza a la espalda, la caminata cuesta arriba, por camino pedregoso y accidentado, pero él gozaba de una juventud plena, además contaba con un fiel compañero de grandes batallas, su perro “Sultán”, quien de inmediato se puso a su disposición para levantarle la moral.
Luego de caminar una distancia considerable, cansado, empieza a tejer ideas fantasiosas, como que algún arriero lo ayudara con la pesada carga, pero eso no sucedió. Casi al llegar a Altunsequia, metros antes de la casa de don Zósimo Velazco, se le ocurrió una idea, cargar a su perro “Sultán” el costal de ceniza y con su correa ajustó a la panza del fiel amigo. Dice que sintió un tremendo alivio, mientras que el animal luego de relevarlo iniciaba la ardua tarea, despacio pero con pasos firmes.
Continuando la caminata los dos amigos estaban próximos a llegar a la casa de don Reymundo de los Ríos; al estar ya a unos metros, vio que intempestivamente salen del callejón de dicha vivienda, una jauría de cinco perros, abalanzándose sobre el pobre animal, quien a duras penas, cargaba el pesado costal de ceniza; sin embargo “Sultán”, sacó fuerza de flaqueza y se enfrentó a pesar que el tío Jacinto, trataba de impedir, observando de lo alto de una pirca asustado y sorprendido, como su pobre amigo “Sultán”, teniendo como coraza, al costal de ceniza, se enfrascaba en una lucha desigual cuerpo a cuerpo, a la vez con pena porque miraba como se iba esfumando la ceniza, encargado por su papá.
De lejos se divisaba que la lucha parecía que era con bombas, porque levantó mucha polvareda en cuestión de minutos, una guerra relámpago. Al poco tiempo, calmado ya el enfrentamiento, todos los perros de su color natural, habían cambiado a color gris cenizo, producto del derrame de la ceniza del costal roto, a sus cuerpos, durante la pelea y “Sultán” arrastraba sólo restos del costal roto y la correa suelta.
Nº 3
Un Domingo por la tarde del mes de Febrero, temporada del invierno crudo, las nubes habían bloqueado por completo la visibilidad del panorama en el pueblo y el campo, es decir a pocos metros yo no se podía divisar a nadie, produciéndose horas más tarde una lluvia torrencial o un Chaparrón que comúnmente llamamos. Chitia Pucro, era un lugar donde personas conocidas, cuidaban ganados vacunos y ovinos de varios dueños, aprovechando los pastos naturales de la época, pero con la condición de que cada dueño tenía que hacer tomar agua a sus animales una o dos veces a la semana, en la acequia de Colcha o en el riachuelo de Conoccorán.
Justamente, el tío Jacinto Vásquez, ya había cumplido el trabajo de hacer tomar agua a sus animales y se encontraba de retorno; después de caminar un trecho desde Chitia Pucro, llegando ya a Samana, escucha llamadas insistentes de un joven a su mamá, quien también dice posiblemente se encontraba en las inmediaciones del camino que recorría el tío Jacinto; pero las llamadas los estaba haciendo de la altura de Machu Panteón, al cual no se divisaba por la tupida neblina que cubría el panorama; las llamadas eran de la siguiente manera:
-Mamaaaayy……….mamaaaayy……..apuray…….jamuy…..llogllaga yaycurgamungañamn, apuray jamuy mamaayyy……..(mamá, mamá, apresúrate que el huayco ya va a entrar, apúrate mamá).
La señora no contestó a pesar que era insistente el clamor del joven; en cambio, el tío Jacinto al escuchar esto, se puso en alerta y de inmediato tramó como responder, por su puesto con la picardía que lo caracterizaba, contestándole inmediatamente, al joven, de la siguiente manera:
-Imata munanqui huarma…(que quieres muchacho)……
El joven vuelve a insistir, pensando que era su mamá:
-Apuray jamuy, runtu param chayargamun, llogllaga yaycurgamungañam…. (ven, apresúrate, ha llegado la lluvia torrencial, el huayco ya va a entrar)
Y el tío Jacinto le contesta:
-Ama rabiachichuaychu huarma, papayquinhuamn ragmi ratuchalla punuycushcani (No me des cólera muchacho, todavía estoy un ratito durmiendo con tu papá).
El caballito
Un día, como de costumbre se encontraba trabajando en la puerta de su casa, dando forma a la madera de aliso, cuando de pronto por la bocacalle de barrioarriba aparece Zenobio Quiroz, saluda a don Jacinto y le dice:
- Don Jacinto, me puede alquilar su caballito para ir a mi chacra.
El caballo se encontraba amarrado a un costado. Don Jacinto se queda callado un momento y luego pregunta:
- ¿qué me dijiste Zenobio?
Zenobio repite:
- Quiero que me alquile su caballito para ir a mi chacra
Don Jacinto responde:
- Zenobio, yo no puedo decir nada. Mejor habla con él mismo que está presente aquí.
Los chicharrones del señor Cura
Doña Silvestre Patiño de Peña, pensionista de buena cocina y agradable sazón, tenía por costumbre sacrificar cerdos y gallinas en fiestas y fechas célebres. Contrató a su hermano espiritual, don Jacinto, para sacrificada labor.
Terminada la tarea, la bondadosa mamá Silve, además del cancelar el trabajo, brindó a don Jacinto, como era la costumbre una porción de chicharrones para que comparta con su familia.
Don Jacinto mientras recibía la bolsa dijo, mamá Silve, en la mañana, a la hora que venía a tu casa me encontré con el cura Chávez y le conté que mataríamos chancho. Entonces mamá Silve colocó en una fuente abundante chicharrón.
Don Jacinto se ofreció llevarlo de pasadita. Al día siguiente, cuando ingresaba al templo, doña Silve se topó con el sacerdote y con la confianza de buena feligresa preguntó:
- Yaya, le gustó el chicharroncito que le mandé.
- ¿Con quién enviaste?
- Con don Jacinto.
- Yo, a ese satanás, hace una semana que no lo veo.
Aquel día los hijos de don Jacinto se empacharon con tanto chicharrón.
Largavista
Un buen día don Jacinto se encontraba en la acequia, a pocos metros de su casa, intranquilo y moviéndose de un lado a otro como chihuaco. Tenía sobre sus ojos las dos manos en forma de puño. Orlando Dávalos lo miraba asustado. Olga Saldaña Cárdenas, que pasaba cerca, le dice:
- Don Jacinto, ¿lo veo intranquilo, qué le pasa?
La curiosa dama recibe como respuesta:
- Estoy contando mis vacas que se encuentran al frente, en el cerro, en Pacchicancha, y para no equivocarme estoy mirando con largavista.
Los patos
En el mes de agosto don Jacinto viajaba de Pocolay a Huachos, juntamente con su hijo Mario, quien retornaba de sus vacaciones en Chincha
Cuando pasaban por Huayunquilla, frente al restaurante “La Confianza”, llama el recordadísimo Ricardo Soldevilla:
- Tío Jacinto, venga a almorzar. Primo Mario, vengan.
Don Jacinto resistió la invitación al notar que en el restaurante había personas desconocidas. Sin embargo, Ricardo insiste y casi por la fuerza los hace pasar. Al tomar asiento se da con la sorpresa que casi a todas estas personas los conocía. Almorzaron, conversaron y no faltaron las cervecitas y cada vez se hacía más amena la reunión, destacando entre ellos los hermanos Gálvez naturales de la Villa de Arma. Las bromas fueron subiendo de tono. Con el atardecer y el incremento de las cervezas todos salieron hacia la ramada que daba a una acequia por donde pasaban nadando abundantes patos de diferente tamaño.
- ¿Don Jacinto, ve esos animalitos que pasan por la acequia?
- Sí, señor Gálvez
-¿Qué son?- , replica el armeño.
-Patos. Patos, señor Gálvez.
-Pata madre va adelante.
-La suya-. Contestó don Jacinto.
Doña Sara
Doña Sara, una distinguida dama huachina de mucho roce social, prestaba servicios en la oficina de correos y telégrafos; tenía una voz melodiosa y de buen ritmo para interpretar canciones. Su nombre alude a personaje bíblico, pero en el mundo andino significa maíz. Poseía una linda casa con balcón hacia la calle principal.
Un día conversaba amenamente con un policía totalmente vestido de verde y, al verlo así, don Jacinto le dice a su primo Roberto Vásquez:
- ¡Roberto, Saram lororatargon (Roberto, el loro se ha posado sobre el maíz).
El cuajo
Un día llega Hilarión, quien saluda quitándose el sombrero y con mucha cortesía a don Jacinto que entretenía la mañana en la puerta de su taller.
- A qué se debe tu visita a Huachos, Hilarión
- Vengo en busca de cuajo para elaborar queso, don Jacinto. ¿Me podría decir quién vende?
- Aquí el único que vende cuajo es el cura Chávez.
Ante la incredulidad y asombro del visitante, don Jacinto comenta:
- Lo que pasa es que el cura se ha quedado sin plata desde que el obispo vendió la cofradía, las chacras de Joyo y Huajintay.
Apurado por el temor que la leche se corte y no pueda elaborar queso, llegó a la casa cural, y luego de cortés saludos, solicitó una porción de cuajo.
-Seguramente te ha mandado ese desgraciado de Jacinto- Sentenció el sacerdote.
-Au tayta (Sí, padre).
Corte de pelo
Aquel sábado llegó su cómplice y compadre Abraham Cárdenas.
-Jacinto, quiero que me cortes el pelo.
Cuando el afanoso peluquero, que tenía un estilo especial, estaba a mitad de trabajo, fue interrogado por Abraham, por el precio del corte.
-Son dos soles- , Respondió don Jacinto.
Abraham, con la confianza y la amistad de siempre, dijo:
-Solo he traído un sol. Después traigo la otra mitad.
-Mejor regresa a tu casa y tráeme la otra mitad-, sentención don Jacinto suspendido el corte de cabello.
Abraham Cárdenas regresó a casa solo con medio corte de cabello y, tuvo que aguardar así hasta la quincena siguiente en que don Jacinto retornó de viaje.
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