Bragas de trasero 'brasileño' - Detención de una ciudadana brasileña procedente de Sao Paulo (Brasil) a la que se le intervinieron dos envoltorios con 1.080 gramos de cocaína ocultos en los glúteos, sujetos mediante una braga y una malla elásticas.
MADRID - Venían de Perú. Él, francés de unos 60 años, llevaba bastón. Ella, francesa de una edad similar, iba en silla de ruedas. Él dijo que estaba montando un restaurante en Lima, aunque fue incapaz de dar el nombre: “Aún no lo he pensado”, acertó a decir a las preguntas del policía. Ella simuló ser su mujer. Después él, con 20 sellos en el pasaporte del mismo país latinoamericano, reconoció que había sido toxicómano toda su vida y que había conocido a su acompañante poco antes de tomar el vuelo hacia Madrid. Ella acabó confesando también que no le conocía de nada, pero que tenía un cáncer de pulmón y quería dejarle algo de dinero a su hijo. Entre los dos, camuflada en el asiento, respaldo y reposabrazos de la silla de ruedas, llevaban más de siete kilos de cocaína.
La gente menos sospechosa es la más sospechosa
También hubo un alemán. Tenía unos 60 años y llevaba alzacuellos. Inmaculadamente vestido. Volaba desde Santo Domingo, donde aseguró que residía. Antes de que le abriesen su maleta de mano y encontrasen junto a un ejemplar de la Biblia cinco “ladrillos de cocaína”, dijo que venía a España a conocer a congregaciones eclesiásticas. No era cura pero el disfraz le había funcionado en otros países europeos. Era un vividor.
En otra ocasión llegaron dos jóvenes venezolanos. Iban vestidos de estudiantes, con sus corbatitas, sus credenciales colgadas, sus logos universitarios bordados en las chaquetas. Dijeron que venían a un curso en la Universidad pero cuando se bajaron los pantalones aparecieron sus piernas forradas con kilos de cocaína.
Hubo hasta una orquesta venezolana de ‘boleros’: “Las radiografías mostraron que los supuestos músicos se habían tragado kilos de bolas de coca”. Son todos casos narrados por el jefe del Grupo de Estupefacientes del aeropuerto de Barajas, donde en 2014 han aprehendido más de una tonelada de ese polvo blanco tan cotizado en el mercado negro y han detenido a 364 personas, la mayoría procedentes de Latinoamérica.
Todos han ido desfilando directamente desde la línea de llegadas internacionales a prisión, por un delito contra la salud pública por el que les caen entre cuatro y nueve años. Detrás siempre hay una historia de desesperación. Los correos de la droga “son personas necesitadas, madres angustiadas, jubilados, gente sin oficio ni beneficio, exreclusos españoles que no han encontrado apoyo al salir de la cárcel en un país latinoamericano y acceden a las presiones de las organizaciones que les esperan a la salida como única manera de conseguir pagarse el billete de regreso…”.
Por la pequeña oficina del Grupo de Estupefacientes pasan cada día decenas de personas y se controla el pasaje de entre 35 y 40 vuelos, con unos 200 pasajeros cada uno. Los 33 agentes que componen el equipo están entrenados en observar a la gente, en captar su nerviosismo, una mirada esquiva, una indumentaria que no cuadra, unas zapatillas demasiado altas, un pelo demasiado voluminoso, “algo raro”, “algo que no encaja”… Al final, todo es intuición y oficio. “Te equivocas muchas veces antes de acertar otras muchas”, dice un agente con 10 años de experiencia. “Yo fallo más que una escopeta de feria”, bromea un compañero recién llegado.
Frente a la imagen del “mangui”, el control se ejerce sobre personas que parecen normales o desvalidas, la gente menos sospechosa es la más sospechosa. Las fotografías en blanco y negro de los detenidos en los dos últimos meses están colgadas en el lateral de una estantería de esta oficina en la que el trasiego de gente es continuo. Una pregunta directa mientras se controla el equipaje: “¿A qué te dedicas?”. Una respuesta poco concreta: “A todo y a nada, lo que sale”. Puede ser el comienzo de una entrevista más a fondo, un cacheo, y del hallazgo posterior de la droga. No parece fácil inventarse un guión de vida convincente. Los arrestados son más hombres que mujeres, pero las edades varían, no hay un patrón establecido.
Pero los ingenios para colar la droga parecen infinitos: en las plantillas de las zapatillas, en latas de conserva, en las tapas de libros infantiles, en bolsas de golosinas, en botes de cosméticos, en cargadores de teléfonos, en prótesis mamarias o piernas ortopédicas, adosadas a los glúteos, en extensiones del pelo, impregnada en ropas...
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