Eduardo Cianca, en su invernadero de tomates.
04-04-2015 | Encontrar 20 variedades de tomate juntas, sobre una sola mesa, es toda una sorpresa, allí donde estés. Saber que en este comienzo del otoño porteño, el número de variedades disponibles en Buenos Aires alcanza la treintena es doble motivo de asombro. Pero si nos dicen que a lo largo del año se puede disponer de 51 tomates diferentes, estamos ante un acontecimiento. Mucho más cuando se concreta en la parte del continente americano articulada en torno a la cordillera andina.
Dicen que el tomate nace, precisamente, en los Andes (Perú) —aunque deberá llegar a México para ser definitivamente domesticado—, y sin embargo es un fruto descuidado y casi extraño en los mercados de Sudamérica. No es difícil encontrar tomatillos silvestres a lo largo de la cordillera andina — en Chile, Perú y Bolivia se han incorporado tímidamente a las cocinas de algunos restaurantes—, pero esta es una región acostumbrada a manejar sus cocinas a golpe de contradicciones: por aquí mandan los híbridos de tomate pera, creados en los años sesenta para la industria conservera.
Descubro el tomate con mayúsculas en el primer plato del menú que sirven en El Baqueano, el estimulante comedor de Fer Rivarola y Gabriela Lafuente en San Telmo. Es el protagonista exclusivo de un plato llamado Texturas de tomate reliquia, preparado con ocho variedades de tomates amarillos. Varios de ellos son cherrys, pero en el plato manda el tremendo carácter del amarillo pike; grande, carnoso y ligeramente lobulado. El fondo del plato está cubierto por un gazpacho fresco y estimulante. Se completa con un granizado, tejas crujientes, un polvo preparado con las pieles secas y trituradas… Por encima de todo, los aromas y el sabor del tomate recién arrancado de la huerta.
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Los ocho tomates del plato de El Baqueano vienen de La Anunciación, una huerta orgánica instalada en la zona de Abasto, cerca de La Plata (unos 60 kilómetros al sur del centro de Buenos Aires). Desde hace casi 30 años son los dominios en los que se manejan Mariana del Pino y Eduardo Cianca. Se lanzaron en 1988 al cultivo de hortalizas orgánicas y se especializaron en tomates hace cuatro años, casi por encargo. Fernando Jara, un cocinero argentino que había trabajado con Mauro Colagreco en el restaurante Le Mirazur, en la costa azul francesa, les trajo semillas de los tomates que cultivaba Colagreco en su huerta de Mentón y les pidió que los produjeran para él. Entre ellos estaban el negro de Crimea o el cherry oro.
Al calor de la nueva propuesta llegaron otras demandas. Nuevas variedades y formatos que rápidamente se fueron incorporando a sus huertas. En apenas cuatro años han concretado un catálogo que incluye 51 variedades producidas en distintos momentos del año. Eduardo Cianca lo tiene claro: “El tomate era un producto rico que había dejado de serlo, y estábamos en condiciones de volver atrás”.
Apenas empezado el otoño, encuentro formas, aromas y sabores familiares en la despensa española —el Montserrat o el corazón de buey—, junto a frutos procedentes del sur de Francia como el rojo de los Andes, un espectacular tomate pera que vira del rojo al amarillo, o el pantano romanesco, el tomate del Lazio que muchos relacionan con el platense, una variedad desarrollada en Argentina por los primeros inmigrantes italianos.
Hay todo lo que puede soñar un aficionado a la cocina, y algo más. Por lo pronto, una legión de tomates cherry, encabezados por el negro, minúsculos tomates pera de color amarillo, algunos peras de buen tamaño y mejor prestación, como el piquillo, y unos cuantos tomates verdes. El tomate de cáscara, emblema de la despensa mexicana, es uno de los más difíciles en estas latitudes. Destaca una variedad violeta. También proporciona algunas variedades especialmente cotizadas. Entre ellas, el verde cebra, el verde limón o uno de color verde jaspeado, que tiene nombre y apellidos: Michael Polland. Un mundo por descubrir.
Fuente: Ignacio Medina EL PAIS
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