En la ciudad de La Paz (Bolivia), a más de 3.000 metros de altura, a veces hay más de una manifestación diaria. Algunas de ellas rozan el surrealismo.
LA PAZ| La avenida 16 de Julio de La Paz, más que una vía estratégica que sirve para organizar el tránsito, es un marchódromo popular. Casi todas las semanas, el centro de la ciudad se colapsa por culpa de las protestas.
Marchan los periodistas para defender su derecho a no revelar sus fuentes. Marchan las amas de casa porque aumentaron los precios de los productos de la canasta básica. Marchan los vecinos de los barrios para solicitar alcantarillado y hospitales decentes. Marchan los ancianos porque la jubilación no alcanza. Marchan los indígenas mientras mascan hoja de coca para pedir inversiones para el campo. Marchan los obreros para que suba el salario mínimo. Y en ocasiones marchan los estudiantes para solicitar la repetición de un examen porque llegaron tarde.
Daniela Lenz, una boliviana vegetariana de 26 años con el pelo corto y cara de no levantar la voz ni para espantar a una mosca, dice que una vez marchó en contra de la experimentación con animales portando un cuchillo de cartón decorado con sangre ficticia, acompañada de una amiga que se disfrazó de ratoncillo.
De vez en cuando, los manifestantes llegan a La Paz exhaustos desde poblaciones lejanas, tras caminar durante días por la carretera, con la esperanza de que los escuchen en la capital de la protesta —y los vendedores de comida al paso suelen hacer su agosto gracias a ellos—. A las marchas mejor organizadas, que incluyen cortes de calles importantes, las han bautizado como “bloqueos de las mil esquinas”. Cuando marchan los choferes de transporte público, suelen pinchar las llantas de los vehículos que no los secundan. Y cuando marchan los mineros, hacen explotar sus dinamitas, la policía gasifica y hay accidentes.
Un estudio del Observatorio de Análisis de Conflictos Sociales señala que entre 1970 y 2010 el país que hoy dirige Evo Morales registró casi una movilización diaria de promedio. En 2003, las protestas hicieron huir al presidente Sánchez de Lozada y en 2005 obligaron a renunciar al presidente Mesa. Pero no todas las marchas son tan serias: algunas rozan el surrealismo. Hace unas semanas, un grupo de jóvenes se citó en La Paz a través de Facebook para evitar que un canal televisivo cambiara el horario de Los Simpson. Y hasta hace poco una horda de muchachos con maquillaje tomaba por asalto la avenida 16 de Julio cada Halloween entorpeciendo el tráfico mientras pedía cerebros.
Danilo Villamor, un asalariado de 41 años que trabaja muy cerca del Palacio de Gobierno, cuenta que ya se ha acostumbrado a desayunar en la oficina porque sus jefes le sancionan cada vez que llega tarde por las movilizaciones que le obligan a recorrer varias manzanas a pata. Dice además que a veces se frustra y que, a menudo, le dan ganas de agarrarse a golpes con todos los manifestantes. “Pero luego te das cuenta de que se trata de gente con problemas, en peor situación que la tuya, y te tragas la rabia”. Para él, la ciudad del permanente conflicto es también la ciudad de la paciencia eterna.
Fuente: El Mundo
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