En OPINIÓN LIBRE |

¡Mamá! Cuando sea grande yo voy a ser presidente del Perú

En sociedades tremendamente polarizados, el sueño de los niños de tocar el cielo con las manos y llegar donde nunca nadie llegó consiste en ser presidente.

Los presidentes deben saber y ser conscientes de que cada abuso no corregido va construir la autopista de la corrupción

En los países latinoamericanos, ser presidente lo es todo. En unas sociedades tremendamente injustas, el sueño de los niños de tocar el cielo con las manos y llegar donde nunca nadie llegó consiste en ser presidente.

Sin embargo, los presidentes latinoamericanos están en crisis. Especialmente, en aquellos países con mandatarios que llegaron al poder con un fuerte capital heredado de sus antecesores como en Argentina, Brasil y Venezuela.

No es el caso de Michelle Bachelet, hija de un héroe militar asesinado tras un golpe de Estado fraguado por sus propios colegas. Sufrió el exilio (el interior y el exterior) y pese a todo, ha llegado a ser presidenta de Chile. Lo único que no estaba previsto en el muy moderado, democrático, civilizado y casi alemán Chile es que una mujer siempre es una mujer, con todo lo que eso implica.

No se trata de pedir a los gobernantes que se vuelvan inhumanos y que pasen por encima del fruto de su vientre o que controlen todas sus acciones (como en el caso del hijo de Bachelet). Tampoco por llevar la banda presidencial son inmunes a las ambiciones de una esposa que quiere enseñar su particular Casa Blanca en las revistas más mundanas del planeta, como le ha ocurrido a Peña Nieto en México.

Con cada presidente no nace una nueva moral ni un nuevo campo de juego para cometer no sólo fallos, sino atentados contra el buen gusto.

Ser presidente es ser consciente de que cada abuso va construyendo la autopista de la corrupción

El heredero de Chávez, el presidente venezolano Nicolás Maduro —y ya es mucho decir—, está lejos de ser Bokassa. Es decir, no hay ningún jefe de Estado que guise y se coma a sus enemigos políticos.

Los presidentes, figuras troncales del sistema político latinoamericano, se han convertido en el mejor barómetro para saber si estamos bien o mal. Sobre todo, en un escenario de dificultades políticas y económicas como las que vivimos.

Es evidente: estamos mal. Los presidentes roban o dejan robar y no han entendido que cuando se ocupa ese cargo no se puede mirar hacia otro lado. Por ejemplo, ¿cómo es posible presidir un país como México y dormir tranquilo cuando faltan, al menos, 30.000 compatriotas? ¿Cómo Cristina Kirchner, habiendo sido primera dama y ahora presidenta de Argentina por designio de su marido, puede usar Twitter como si fuera el boletín oficial del Estado para gobernar a golpe de tuitazos?

No sé en qué lugar se enseña a los dioses. No sé cómo se les recomienda a estos ungidos por el más allá, pero que gobiernan en el más acá, que deben llevar mucho cuidado con lo que hacen.

Necesitamos una escuela para presidentes. No es creíble que, además del éxito de su dieta y de saberse cuidar, una mujer como Dilma Rousseff pueda transitar sin saber gobernar y dilapide los logros de su mentor Lula da Silva.

Ser presidente hoy significa ser consciente de que se gobierna sobre el vacío y que con cada abuso se va construyendo la autopista de la corrupción que aniquila nuestros países. Ser presidente hoy significa que, así como Daniel Ortega construye un Ejército a su uso y semejanza, el bienestar o la desgracia de nuestros pueblos no puede basarse en ser primo hermano de Dios, como le pasaba a Fidel Castro, para oprimir a su pueblo sin ningún complejo ni culpa durante 40 años.

Es urgente comenzar a enseñar a nuestras madres, a las madres de América Latina, que ser presidente no es igual a ser un dios durante el mandato, sino que significa garantizar que dejarán una situación menos mala que la que se encontraron al llegar.

Y eso significa enseñar a sus hijos que si quieren ser presidentes su primera obligación será limitarse y saber que durante el tiempo que gobiernen no podrán mirar hacia otro lado.

Ojalá —ya que estamos en plena Semana Santa y en el Pesaj (o Pascua) judía—, existiera el arrepentimiento o el paso del ángel de la muerte que los liberara. Sin embargo, la realidad es que ser presidente suele conllevar tal grado de inconsciencia y alejamiento del mundo de los demás mortales que no se pueden arrepentir de lo que ni siquiera entienden que están haciendo.

Y no considero necesario pedirle a Dios que nos mande una bendición en forma de presidente mediocre.

 
 

Fuente: Antonio Navalón EL PAIS







 

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