Hace unos diez días, “Virginia” (la llamaremos “Virginia” para proteger su identidad) estaba desajustando racimos de uva en un fundo en la Pampa de Pisco cuando el caporal llamó a los trabajadores a una reunión “urgente”.
Allí, les dijo que iban a venir unos inspectores de Sunafil y que todos tenían que decir que ese era su primer día de trabajo. “Virginia”, que llevaba una semana yendo todos los días al fundo, hervía de indignación mientras hacía la fila para que un inspector tomara sus datos. A la distancia, oyó que uno de sus compañeros les preguntaba a los servidores para qué era la visita. “Estamos verificando que estén en planilla”, le explicaron.
Desde El Álamo, uno de los barrios con mayor número de trabajadores de las empresas agroindustriales de Ica, y uno de los puntos neurálgicos de las protestas de esta semana, “Virginia” nos contó su historia.
Estudió Secretariado y planeaba un porvenir laboral de oficinas y computadoras, pero cuando el padre de su primera hija falleció, tuvo que trabajar en lo primero que surgiera. Y lo que más estaba a la mano eran los fundos agroindustriales.
El primer día, el bus contratado por la empresa la llevó a un campo de espárragos. La mandaron a deshierbar las plantas. Ella no sabía nada de nada. No tenía gorro ni guantes. Las ampollas le duraron una semana.
Eso fue hace diez años. Su vida, desde entonces, ha transcurrido más o menos igual: levantarse a las 3 de la mañana, preparar el desayuno y dejar todo listo para el día de sus dos hijas, correr a tomar el bus, hacer fila en la puerta del fundo de turno, arrancar la jornada a las 6, pasar las siguientes siete u ocho horas doblando el espinazo (cuando son espárragos) o erguida, bajo el sol (cuando son uvas, por ejemplo), ir al baño rápidamente, beber agua rápidamente (cuando te permiten llevar botella; no todos lo permiten), acabar a las 2, hacer fila para que revisen tu producción, hacer fila para cobrar, hacer fila para subir al bus, llegar a casa a las 4, a veces a las 5, recoger a la bebé, hacer las tareas con la mayor, darles de comer, dormir. Dormir muerta de cansancio.
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–Yo trabajo todo el año y sufro todo lo que sucede en el campo– dice. –Trabajo directamente bajo el sol, con los productos químicos que les inyectan a las plantas, y en ningún momento nos han dado implementos de seguridad. Por el COVID no nos dieron ningún implemento.
Una vez pidió permiso para salir antes porque debía llevar a una de sus hijas al hospital: la castigaron haciéndola trabajar cuando todos los demás ya habían acabado. Otro día le gritaron porque se apiadó de una viejecita que estaba trabajando a su lado y quiso ayudarla. Le dijeron que cada uno tenía que hacer su parte sin ayuda.
“Virginia” dice que ha visto niños. Muchas veces. Hace unas semanas trabajó junto a dos, en un campo de cebollas. Una niña de 14, sobrina de una amiga, que dejó las clases de Aprendo en casa porque quería ganar algo de dinero. Y otra niña de 13, venida de la sierra, que no ocultaba el gesto de cansancio mientras quitaba las cebollas podridas de la línea. “Virginia” dice que al salir le avisó a un patrullero que había menores de edad trabajando. Le dijeron que fuera a la Comisaría de la Mujer.
Prohibido quejarse
“María”, una huancaína que desde hace tres años baja a Ica cada octubre para trabajar en la uva, tuvo sus propias razones para salir esta semana a participar en las protestas contra la Ley de Promoción Agraria.
Protestó, por ejemplo, por todas las veces que la han echado de un fundo por haberse quejado ante una injusticia. La última vez, hace dos semanas, en un campo de uvas, porque los mandaron a revisar las bayas quemadas, pese a que, como ella dice, esa es labor de los jornaleros, que cobran por día, y no de los que hacen raleo, que cobran por racimo y que si se dedican a otras tareas durante su turno pierden tiempo y plata. La supervisora que la escuchó le devolvió su DNI y le dijo que se fuera y que no volviera.
También protestó por todas las veces que no le han pagado lo que le correspondía. Le volvió a suceder hace dos viernes, dice, cuando ella y su sobrina se esforzaron mucho para “hacer” 50 jabas, ya que les iban a pagar 1.50 soles por cada jaba e iban a recibir 37.5 a cada uno. Al final de la jornada, los inspectores le dijeron que habían “corrido” mucho y que les iban a descontar 15 jabas y que si no les parecía no volvieran más. Después de ocho horas de labor, “María” regresó a su casa, en Barrio Chino, con 26 soles en el bolsillo.
–Nosotros estamos pidiendo que no nos traten como esclavos – dice por teléfono, desde uno de los puntos de bloqueo de la Panamericana Sur. –Nos gritan, nos botan cuando nos equivocamos y no nos dan ni diez céntimos, no nos dan comida ni agua. Yo solo pido que nos traen como seres humanos.
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Viendo las noticias, “María” se indignaba al ver que algunos periodistas y líderes de opinión los trataban de “terroristas” o se preguntaban quién estaba detrás de ellos, manipulándolos.
Dice que no entendía cómo, en Lima, no podían darse cuenta de lo injusto que era matarse en las chacras durante ocho horas cada día para recibir 40, 50 soles, a veces menos, a veces nada. Soportando maltratos. Muchos, como ella, lejos de su familia (tiene tres hijas). Viviendo en cuartos alquilados. Aguantando la misma dura rutina un día, otro día y otro día.
–La gente se hartó de tanta explotación– dice, por su lado, Ronny Guerrero, secretario general del sindicato de Agrokasa, la empresa de José Chlimper, autor de la Ley de Promoción Agraria. –Les dan demasiadas tareas y si no cumples, te despiden. Y si te quejas, te marcan y no te vuelven a contratar.
Entre 2015 y 2016, la socióloga María del Rosario Castro Bernardini investigó las condiciones laborales y sociales de los trabajadores de los cultivos de espárragos en Ica y encontró que, ya en ese momento, el 50% de sus entrevistados estaban insatisfechos con la paga que recibían, por dos razones.
–Primero, porque esa paga no estaba acorde con la intensidad del trabajo que realizaban en los campos. En tiempos de cosecha tenían que trabajar los siete días de la semana, desde muy temprano hasta la tarde– cuenta desde Boston, donde reside. –Y, segundo, porque no les alcanzaba, para sus gastos de transporte, alimentación, servicios. Muchas mujeres, incluso, tenían que contratar personas que cuiden a sus hijos.
Castro Bernardini no detectó en ese momento que esa insatisfacción estuviera incubando alguna medida de protesta. En todo caso, tuvieron que pasar cuatro años para que ese malestar estallara en el conflicto que vivimos esta semana, en el sur y en el norte del país. El viernes último, al cierre de esta edición, el Congreso aprobó una norma que deroga la Ley de Promoción Agraria que permitió este régimen de abusos laborales. Una nueva etapa comienza para los trabajadores agroindustriales. Entre ellos, “María” y “Virginia”.
Fuente: La Republica
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