La marabunta se desató enloquecida en una procesión por la calle de Alcalá que desnudó al héroe ya vacío, agitado por manos que robaban a Perera el oro del vestido y la felicidad inmensa del momento de gloria. Qué vuelvan los caballos de la Policía Nacional a proteger a los toreros del vulgo rastrero e irrespetuoso. Nada mancilló el recuerdo imborrable.
Como si hubiese parado el tiempo, la faena de Miguel Ángel Perera ahondó tan lentamente en el corazón de Madrid que la conquista del palco tardó tanto como cada muletazo en nacer y morir. La faena no admitía ni un resquicio a la negación con un cinqueño enmorrillado, chato, badanudo, salpicado en su negrura, de magnífica expresión y bajo centro de gravedad.
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