Camino a
Tundayme, una parroquia incrustada en la cordillera Condor Mirador,
límite natural entre Ecuador y Perú, se ve un tajo que deja ver la tierra color ocre que se oculta bajo el verde de la selva. “Mire lo que ya ha hecho la minería”, dice Carmen Suquilanda, representante de los indígenas saraguros, que se opone al proyecto de extracción a gran escala que lleva adelante la
empresa china Ecuacorrientes, y que prevé abrir la
primera mina a cielo abierto en Ecuador en 2018. Al llegar al poblado de cuatro calles sin asfalto y casas rudimentarias salta a la vista la campaña de la empresa y el Estado por poner un rostro amable a la actividad extractiva. “La minería te conecta”, se lee en la entrada de una sala de internet gratuita.
La líder indígena, sin embargo, se cuida de criticar en voz alta a la empresa minera. “Aquí muchos trabajan en la compañía”, dice y a lo largo de la tarde se ven llegar autobuses con empleados que visten monos con la bandera china en un costado.
De este caserío partió la marcha indígena por la dignidad, que llegará a Quito el 13 de agosto. El lugar fue escogido para poner el acento en la defensa de la tierra y la resistencia, que caracteriza a los caminantes que este domingo se enrumbaron desde el sur del país hacia Quito, para llevar sus demandas al presidente Rafael Correa. Salvador Quishpe, prefecto de Zamora Chinchipe (donde se asienta la cordillera Condor Mirador y el proyecto de minería), criticó al inicio de la marcha los letreros enormes que ponen “propiedad privada” y que abundan en Tundayme.
“Esto les pertenece a los chinos, y a eso llaman recuperar la patria”, dijo y habló en nombre de las familias desplazadas de la zona y de las pocas personas que se resisten a abandonar sus fincas.
Estas personas no aceptaron la oferta inicial de la minera (que cuando más pagaron 2.400 dólares por hectárea) y se convirtieron en islas dentro de las fincas que ya son propiedad de los chinos. Julia Ordoñez, de 73 años, sigue en su casa con la única compañía de las estatuas de Cristo y María que rescató de la iglesia que estaba frente a su casa y que los chinos derrumbaron en un tris. Sus vecinos y hasta sus hijos ya vendieron sus propiedades y ella solo espera que no la desalojen. En una de sus paredes está un aviso que dice que nadie puede entrar en su vivienda porque es propiedad privada y que si lo hacen se aplicará la ley indígena. Está escrito en español y chino.
Los candidatos al desalojo llevan en la zona algo más de medio siglo. María Aucay, que con 70 años también resiste en su casa, fue parte de los primeros colonos y cuenta que llegaron para cuidar el ganado de las familias que poseían inmensas extensiones de tierra como los Salinas, Carchipuya, Peñaranda, Arevalo…
“Nosotros levantamos el pueblo”, dice y cuenta cómo poco a poco vieron la necesidad de tener una escuela para sus hijos, una iglesia… Tras insistir mucho consiguieron que sus patrones les donen algunas hectáreas para plasmar sus sueños y poco después los militares, que también poseían tierras en esos lares, les entregaron 30 hectáreas para que levanten el centro poblado que bautizaron como Tundayme por la gran cantidad de tunda que crecía en la zona. Para María los que apoyan la minería “tienen vaguería de trabajar en la tierra”, pero también es consciente que cada vez hay menos tierra para trabajar.
“Dónde vamos a trabajar, si todo tiene la compañía”, dice.
Las familias de Tundayme se niegan a abandonar el pueblo.
Es difícil hallar más Julias o Marías que resistan en Tundayme,
la minería para muchos en el pueblo representa un sueldo fijo de entre 300 y 400 dólares, o la oportunidad de captar el dinero que
los trabajadores traídos de China se dejan en el caserío, ya sea porque alquilan una habitación o porque son clientes frecuentes en algún comedor, incluso algunos hablan de que pronto abrirán sitios de alterne.
También hay miedo a resistir porque
en diciembre pasado hallaron el cadáver de José Tendetza, un indígena shuar que se negó a marcharse de la tierra que les pertenece por derecho ancestral, porque ellos a diferencia de los colonos no conocen otra tierra. Su hija, Rosa María, de 27 años, todavía vive en la comunidad shuar junto a Tundayme. “Supimos la noticia cuando mi papá ya había sido sepultado”, cuenta. Y es que lo que lo más sorprendente de este caso es que el activista indígena desapareció y fue hallado tras varios días en un río, atado de pies y manos y con el rostro irreconocible. Entonces el fiscal del caso ordenó su entierro sin identificarlo y sin ninguna investigación, pero cuando se supo quién era, gracias a la búsqueda incesante de la familia, lo desenterraron y descubrieron que fue asfixiado.