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¿Por qué dura tanto la infancia humana?

El culpable de nuestro lento progreso hacia la etapa adulta es el cerebro.

Nuestra niñez y adolescencia dura casi el doble que la de los chimpancés. El cerebro de un niño consume el doble de energía que el de un adulto


Comparados con el resto de los primates, los humanos tardamos mucho en llegar a adultos. Nuestra niñez y adolescencia dura casi el doble que la de los chimpancés, nuestros parientes vivos más cercanos desde el punto de vista evolutivo, y que otros homínidos que habitaron las tierra. Tenemos un desarrollo muy complejo y largo, de 18 años. ¿Por qué tardamos tanto en crecer?


El culpable de nuestro lento progreso hacia la etapa adulta es el cerebro. El humano es el más grande de la naturaleza en relación con el tamaño del cuerpo. Consume una gran cantidad de glucosa (su combustible) durante la infancia, el doble que un adulto. En ese periodo de la vida nuestro organismo prioriza dar gasolina al cerebro antes que al cuerpo, y como consecuencia este último crece más despacio.


Hace pocas semanas se publicaba un estudio liderado por el antropólogo Christopher Kuzawa, de la Universidad Northwestern en Evanston (Illinois, Estados Unidos). Usando datos sobre el consumo de glucosa por el cerebro, la edad y el tamaño del cuerpo el equipo ha concluido que “nuestro cuerpo no puede permitirse el lujo de crecer más rápido durante los años de la infancia porque se requiere una enorme cantidad de recursos para alimentar el cerebro humano en desarrollo", añade Kuzawa.


El periodo en el que el cerebro consume más glucosa coincide con el momento de la vida del niño en el que menos crece, entre los cuatro o cinco años de edad. “A los cuatros años el cerebro gasta dos tercios de las calorías que el cuerpo consume en reposo, mucho más que en los demás primates”, asegura William Leonard, coautor del estudio. Esto corresponde a un 66% de la energía consumida estando el reposo o el 43% de la energía que consume en un día. A esa edad el cerebro de los niños está forjando el mayor número de conexiones entre neuronas, está aprendiendo muchísimas cosas, que le permitirán desenvolverse en la vida.


Ni siquiera, otras especies más primitivas del género Homo, como el habilis o el rudolfensis, tardaban tanto en crecer. “Tuvieron un periodo de desarrollo similar al de los chimpancés; es decir, estos seres tuvieron una larga infancia de hasta cinco años de duración y un largo periodo juvenil, de otros cinco años. Pero a los diez tenían rasgos de adulto y aptitudes para la reproducción sexual”, explica el codirector de los yacimientos de Atapuerca José María Bermúdez de Castro en su libro La evolución del talento. Ellos tenían un cerebro más pequeño y podían dedicar los recursos al crecimiento del cuerpo. Nosotros tenemos el cerebro mucho más voluminoso y tardamos casi el doble en terminar la infancia.  


Comer carne, clave del éxito de los humanos 


Según el experto, el desarrollo del gran cerebro humano comenzó hace cerca de 1,5 millones de años, cuando aún no habían sapiens, pero sí vivían nuestros antepasados. Los homínidos cambiaron progresivamente la dieta de vegetariana a otra que incluía carne, rica en grasa, fundamental para obtener la energía requerida por el cerebro. A la vez, disminuyó el tamaño del aparato digestivo, que ya no necesitaba ser tan largo y voluminoso para digerir los vegetales.


De esta manera el mantenimiento de un cerebro voluminoso dejó de ser un problema y pasó a ser una ventaja al iniciarse el proceso para conseguir más inteligencia, mayor capacidad de estrategia, decisión y habilidades cognitivas.


Gracias a la enorme cantidad de energía que proporcionaba la grasa animal los niños pudieron dejar de depender de la lecha materna. Limitaron la lactancia a los dos o tres años. El resto del desarrollo cerebral se ralentizó, de tal manera que ahora hasta los 7 años el cerebro sigue creciendo a buen ritmo hasta que alcanza el 100% de su volumen.


No importó que supusiera más gasto energético para los progenitores  y que todo el grupo tuviera que estar pendiente de cuidar a la crías. Las ventajas eran mayores. Al dejar de dar de mamar las hembras dejaban de generar prolactina y volvían a ser fértiles. Esta estrategia aumentó nuestra capacidad de multiplicación, lo que contribuyó a que nos convirtiéramos en la especie dominante.



 

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