Por: Diego Macera Poli, gerente general del IPE
Por obvios motivos, el país está más atento que nunca a los indicadores inmediatos de recuperación económica. Mes a mes, los datos de empleo, recaudación tributaria, evolución del PBI o despachos de cementos llenan páginas de análisis. Como a paciente convaleciente, medir constantemente el pulso a la economía posibilita tomar decisiones oportunas y mejorar lo que haga falta.
Es claro que una recuperación rápida es clave para aliviar la presión económica inmediata sobre las familias y las empresas. Pero eso no es lo único que se logra con un rebote eficaz; es más, quizá ni siquiera es lo más importante.
Con una perspectiva más amplia, lo realmente fundamental es que el proceso de recuperación que sigamos permita al país volver a su trayectoria de crecimiento de largo plazo e, idealmente, mejorarla, aunque sea en algunas décimas porcentuales.
La profundidad de la crisis vivida nos obliga a tomarnos este tema en serio y a ponerle más atención que a las cifras de crecimiento mensual. Abundante evidencia empírica en diversos países a lo largo del mundo apunta a que las recesiones graves suelen causar efectos negativos de largo plazo sobre la tasa de expansión de los países afectados. Mientras más prolongada y dura sea la crisis, más grave será la erosión del crecimiento potencial. En otras palabras, las crisis económicas pueden también ser heridas que nunca terminan de cicatrizar.
Es difícil sobreestimar la importancia de un solo punto adicional de crecimiento del PBI a largo plazo. Para el Perú, la diferencia en PBI per cápita entre crecer al 4% o al 5% por 30 años es la diferencia entre ser como Rusia o como Corea del Sur, respectivamente, hacia el 2050. Así, la relevancia del rebote rápido de estos meses no está tanto en lucir bien en las estadísticas de fin de año, sino en no dañar demasiado el tejido económico para los años siguientes.
La obsesión por el crecimiento económico sostenido es, por lejos, la mejor política para varios frentes. Ninguna reforma tributaria, por bien calibrada que esté, tendrá mejores resultados fiscales que una alta tasa de expansión del PBI. La mejor política laboral requiere necesariamente que el dinamismo del producto la acompañe para crear empleos formales bien remunerados. El rediseño del sistema previsional podrá ser excepcional, pero si no hay mayor productividad para financiarlo se avanzará muy poco.
Por supuesto, esta relación causa-efecto puede ser también invertida. El crecimiento es causa de enormes mejoras, pero también consecuencia de implementarlas. Según publicó el BCRP en junio de este año, “una forma eficiente de asegurar la sostenibilidad fiscal es a través de realizar reformas estructurales que eleven la tasa de crecimiento potencial a un 4% en los próximos años. Entre estas se encuentran la formalización del mercado laboral a través de una mayor flexibilidad en el mercado, reducir los costos logísticos, simplificar la regulación para alentar la inversión privada. En el corto plazo se deberían de destrabar los proyectos de irrigación y mineros”. Esta es la obsesión que se requiere y la que verdaderamente importa.
No es solo un ejercicio teórico. Mirar el rebote de corto plazo con un prisma de largo plazo tiene consecuencias prácticas de dos tipos. La primera es que se debe hacer todo lo posible, rápidamente, por minimizar el deterioro de la demanda, del empleo, y de la posición financiera de empresas de todo tamaño, pero todo ello sin comprometer la salud de las cuentas públicas ni generar distorsiones relativas en la economía. La segunda es que la crisis debe abrir la oportunidad política para finalmente, de una vez por todas, pasar reformas estructurales como las resaltadas por el BCRP. A largo plazo, poco importa más.
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