Por: Ferrer Maizondo Saldaña |
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Entre recuerdo y recuerdo no dejamos de buscar la eterna sonrisa, la dulce voz y abrigo de nuestra madre: Olga Saldaña Cárdenas.
Años previos a su matrimonio fue una destacada y animosa profesora de escuela unidocente en el Centro Poblado de Chancahuasi, Chupamarca. Hija mayor de Apolonia Cárdenas. Dejó el magisterio para dedicarse con mucha pasión, ilusión y alegría a la vida familiar. En Huachos, fijó residencia primero en Cruzpata, en casa de la suegra; luego, en Acarapata, en casa alquilada a don Dalmacio Altamirano. Mujer virtuosa y caritativa, siempre pensando y ayudando a los demás.
Encargando, y por momentos implorando, una y mil veces, a unos y otros, el cuidado de sus dos hijos, partió de madrugada, de Huachos hacia Chincha, un doce de setiembre, sobre una tosca camilla de palos y lazos. La paca-paca posada sobre el pino del atrio del templo no dejaba su malagüero canto. En rígida camilla descendió, grave de salud, por el zigzagueante y cascajiento camino que conduce de Cruzpata hacia Echocan, pasando por Chilcani y Quichua.
Los últimos dos días de aquel setiembre, la casa era un ajetreo. Experimentadas mujeres corrían, sugerían, comentaban, guardaban silencio y no encontraban forma de ayudarla con los dolores del parto, las contracciones y los calambres. Mate de orégano con un poco de pisco, o cogollo de la varita de San José, solo ayudaban a transpirar. Una voluntariosa comadrona sacudió el cuerpo de la embarazada señora, tratando de arreglar la ubicación de la criatura, incluso frotó con aceite de cocina la abultada barriga de la gestante. Olga, sólo tenía fuerzas para contener su vientre y soportar el profundo padecimiento.
El único técnico de la salud del pueblo, conocido como Sanitario, además de no contar con instrumentos, medicina y preparación para casos graves, poco o nada podía hacer; evidenciando así el abandono y olvido en que se encuentran los centros de salud de la provincia de Castrovirreyna, Huancavelica, territorio minero que cuenta con abundante preciosos metales, explotados desde la época colonial.
A falta de un profesional que atendiera a la gestante había la urgente necesidad de trasladarla a Chincha; a dicha ciudad sólo se llegaba primero caminando durante varias horas por un estrecho camino de herradura, y luego en camión desde Echocan, lugar donde terminaba la carretera que intentaba unir la costa con los pueblos del norte de Castrovirreyna. Llegar al hospital de la provincia costeña era más que una odisea, por lo accidentado del camino y la situación de gravedad de la gestante.
Faltando un escaso recorrido para cruzar un puente colgante, ascender a la carretera y abordar el camión, bajaron la camilla como para un descanso y acomodo, pero ya era demasiado tarde, sólo lograron notar el último suspiro de vida de la gestante recubierto de incontenibles lágrimas.
Con la fuerza y velocidad de Filípides, uno de los cargadores corrió con la noticia camino arriba, hacia el pueblo, hasta llegar a la plaza. La fiesta que en homenaje a los Santos Patrones, San Cristóbal y Virgen Natividad estaba celebrándose sufrió terrible parálisis. El repique de las coloniales y cuzqueñas campanas del templo nunca fue más triste y doloroso que aquella tarde. Por el ritmo y número de toques, la población reconoció que se trataba de una mujer. La armónica y filarmónica gran banda Sunicancha dejó los huaynos, pasodobles y toriles, y entonó una interminable marcha fúnebre. La noche del velorio la mistela no fue dulce, solo el quemadito (pisco, eucalipto, canela y limón hervido) acompañó fielmente la pena, el sufrimiento y el dolor familiar.
Aspirando manojos de muña arrancados del borde del camino, acompañaron su ingreso al cementerio sus familiares, parientes y amigos de Huachos y Tantará.
Todos llorosos. Quebrados: Su mama, Apolonia Cárdenas, y sus hermanos. Sara Vásquez e Hipólita Cárdenas, sus protectoras. Isabel Saravia, su confidente. Francisco, Óscar y Daniel Dávalos sus eternos primos. Martín Maizondo Mendoza, su fiel esposo. Zunilda Patiño, su hermana, compañera y consejera.
De luto, tristes, tristísimos, el pueblo despidió a Olga Saldaña Cárdenas, recordando siempre su noble corazón, su alma bondadosa y sus encantadores ojos.
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