Parecería que llegan a la cúspide de la jerarquía solo para convertirse en hombres de negocios.
Una vez más, ha reaparecido en la boca de nuestra clase política esa bendita palabra que en el Perú parece haber adquirido una definición completamente distinta a la que aparece en el diccionario: reforma.
Y, una vez más, dentro de todas las variaciones posibles de la misma se ha hecho mención de una combinación que, a estas alturas, parece un concepto vacío de todo contenido: reforma policial.
A raíz de las investigaciones que se vienen realizando sobre el caso de “El Español” y sus nexos con el expresidente Castillo, así como con altos mandos del Ministerio del Interior y la Policía Nacional del Perú, el premier Alberto Otárola anuncio recientemente que, por encargo de la actual presidenta Dina Boluarte, se iniciaría en el sector un proceso de “limpieza” y “reforma”, específicamente dentro de la institución policial:
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“En efecto, se le ha encargado al ministro del Interior —la señora presidenta se lo ha dicho con énfasis— de que inicie un proceso de reforma al interior de la Policía Nacional y que signifique el reclutamiento de cuadros técnicos, la promoción de aquellos que han trabajado bien en la seguridad ciudadana y una lucha frontal contra la corrupción […] En consecuencia, estamos limpiando la institución y creo que esta limpieza tiene que ser de manera inmediata y que tengamos una cadena de responsabilidades, y creemos que tiene que haber una revalorización del papel de la Policía al interior de nuestra sociedad”.
El escándalo tiene varias aristas y todas son igual de preocupantes. Pero en el meollo de las investigaciones dirigidas por el Ministerio Publico estaría el presunto intento de creación de un grupo de contrainteligencia, dirigido por Pedro Castillo, con el objetivo de indagar en las vidas de sus contrincantes políticos, mediante intercepciones telefónicas ilegales, para así desacreditarlos. Entre las posibles víctimas de este aparato se encontrarían la controversial Fiscal de la Nación, Patricia Benavides, como también el coronel PNP Harvey Colchado, exjefe de la División de Investigación de Delitos de Alta Complejidad (DIVIAC).
Los resultados preliminares de las investigaciones indican que el mando operativo de este complot era liderado por el ciudadano español Jorge Hernández Fernández, alias “El Español”. Este personaje, quien ahora mismo es aspirante a colaborador eficaz dentro de la misma investigación que lo involucra, no solo logro penetrar las esferas más altas del Ejecutivo, sino también del comando policial. Como han ido demostrando nuevas revelaciones del caso, el vínculo que mantenía “El Español” con altos mandos de la PNP —como el excomandante general Raúl Alfaro— eran bastante estrechos.
Nuevamente, la Policía se ve envuelta en un escándalo que no solo genera indignación publica, sino en las bases de la propia institución. Y, como tantas otras veces también, la clase política no puede concebir una mejor solución que gritar a los cuatro vientos la necesidad de reformar a la Policía.
Como ya mencionamos en otro artículo, desde la transición a la democracia, se han llevado a cabo 4 intentos de reforma dentro de la PNP: 2001, 2011, 2016 y 2020. Ninguno de estos esfuerzos ha logrado resolver de manera integral los problemas estructurales de la Policía. Aunque, en definitiva, esto no debe ser tomado como un indicador de que las reformas no funcionan o no son necesarias, es fácil entender lo desolador del panorama. Más aún, si de acuerdo a declaraciones recientes, como las del ex viceministro de Seguridad Publica Nicolás Zevallos, hay reformas sobre las que se elaboraron bases, pero que simplemente parecen haberse quedado acumulando polvo en las estanterías de alguna oficina abandonada del MININTER. Tal como parece ser el caso de la reforma del 2020.
En consecuencia, la pregunta prácticamente se formula sola, ¿qué tipo de reforma realmente necesita la Policía? y ¿quién debería verse directamente benefeciado por ella?
Un debate postergado
Un mal endémico característico del Perú en la actualidad es la incapacidad y el desinterés generalizado por hacernos preguntas de fondo sobre los problemas que nos aquejan como sociedad. Evidentemente, la extrema polarización de los últimos años, a nivel regional y global, ha llevado a que más bien surjan posverdades que luego se edifiquen con facilidad en nuevos sentidos comunes, basados sobre todo en las emociones políticas y no en un consenso surgido del dialogo. Es verdad también que existen grandes intereses económicos y políticos detrás de la construcción de estas edificaciones ideológicas; como también lo es que la cultura de debate se mantendrá prácticamente inexistente mientras gran parte de nuestra academia siga viviendo de espaldas a la sociedad que dice estudiar.
En el caso concreto del debate sobre la reforma policial, una pregunta que es ineludible si queremos generar un cambio real es: ¿cuál es el tipo de policía que queremos y necesitamos en la actualidad? La respuesta a esta interrogante puede parecer hasta obvia, pero ni siquiera dentro de la propia institución policial parece existir un consenso al respecto.
Ahora bien, el hecho de que nos hagamos esta pregunta no necesariamente implica que se deba refundar a la Policía o iniciar una reforma desde cero, independiente de las respuestas que encontremos en el camino. La propia policía, en el 2019, elaboró una iniciativa de modernización y restructuración: el Plan Estratégico de Capacidades de la Policía Nacional del Perú al 2030 “Mariano Santos Mateo” (MS30). El hecho de que el premier Otárola, durante sus declaraciones, no haya mencionado esta importante iniciativa, como también el proceso de reforma policial iniciado por el presidente Sagasti durante su mandato presidencial, pone en duda la veracidad de sus intenciones.
Por otro lado, es necesario remarcar otro punto que es crucial. Resulta completamente entendible la preocupación que surge, sobre todo, de organizaciones de derechos humanos, instituciones de la sociedad civil y colectivos de víctimas con respecto al hecho de que la propia policía sea parte de las reformas que se plantean en su institución. Es decir, en determinados contextos donde existe un registro amplio de irregularidades cometidas por parte de efectivos y miembros del cuerpo policial, más aún cuando estos han causado daños y/o hasta la pérdida de vidas humanas en contextos de conflictividad social, diversas voces de la sociedad civil han salido para manifestar su inquietud por el hecho de que la policía también forme parte de los espacios de reflexión crítica y reforma de la institución. El temor es claro: que la policía sea juez y parte de un proceso de reforma que los involucra a ellos directamente podría generar la posibilidad de impunidad en las investigaciones y sanciones de los mismos. Lamentablemente, el historial de las veces que esto ha sucedido es largo y eso solo alimenta la desconfianza; pero el hecho concreto es que sin el apoyo y empoderamiento de los buenos elementos que sí existen dentro de la institución en los procesos de reforma que los concierne, no se lograra ningún avance tangible.
La policía necesariamente debe formar parte de los procesos de reforma porque finalmente serán ellos quienes deberán implementar sus acuerdos, darles seguimiento y afinarlos en el camino en base a los resultados parciales obtenidos. Ello no implica que el corporativismo extremo de la institución que, muchas veces, sale a flote: “la seguridad es un tema que solo concierne a la Policía”, no deba ser algo que progresivamente se vaya cuestionando y desmitificando; pero debemos ser conscientes de que esta situación surge, en parte también, porque como sociedad le pedimos a la policía que se encargue de gran parte de los problemas que nos aquejan, incluso cuando la policía y su trabajo tienen poco o nada que ver en esos asuntos.
Otro tema igual de preocupante y necesario de discutirse es la relación que nuestra clase política y gobernante mantiene con la PNP.
Durante las protestas que procedieron al intento de golpe del expresidente Castillo, pese al descontento generalizado que se había desatado en el país, la primera reacción del nuevo gobierno fue reprimir las manifestaciones sociales que tenían, ante todo, un trasfondo político. No hubo mesas de dialogo o siquiera un intento de canalizar las demandas sociales por otros mecanismos. El nuevo régimen hizo una demostración de fuerza que se basó principalmente en la represión policial y que lleva un saldo de 60 fallecidos, muchos de estos decesos producidos en circunstancias que evidencian altos niveles de discrecionalidad en el uso de la fuerza por parte de la policía y que actualmente vienen siendo investigados. El mismo premier Otárola, que ha justificado a capa y espada el accionar policial, incluso gestionando la entrega de un bono a la policía por sus labores durante los meses más críticos de las protestas ahora afirma efusivamente que es necesaria una reforma institucional. Este manoseo político, discursivo y pragmático de la policía, en vez de fomentar la institucionalidad y el control democrático de la misma la convierte proclive a prácticas utilitaristas y sesgadas por parte de nuestra clase política.
¿Cómo se puede estar convencido de que es necesaria una reforma en la Policía cuando solo hace unos meses se estaba felicitando el accionar de la misma, incluso llegando a dar un incentivo económico por su desempeño?
Horizontes políticos y reformas policiales
Quizás por las particularidades propias del trabajo policial, se nos olvida que el trabajo que realiza la policía sigue siendo un servicio público; por lo tanto, evidencia muchas de las carencias que los servicios públicos tienen en nuestro país: articulación débil con otras instituciones, ineficacia en el cumplimiento de funciones, dinámicas semiformales, corrupción, entre otras más. Este listado de carencias podría hacer referencia a la Policía, como también a SEDAPAL u alguna organización estatal similar. Pero el hecho concreto es que la Policía, al ser la encargada del uso legítimo de la fuerza del Estado, tiene matices importantes que considerar con otros servicios públicos. A este punto debemos agregarle que, en muchos contextos, la Policía es uno de los contactos más directos que tiene el ciudadano con el Estado, sino quizás el único. Es fundamental que ello también sea tomado en cuenta al momento de pensar y ejecutar cambios en la institución.
Hay muchas cosas que se deben y pueden hacer dentro de la institución policial para mejorarla. Definitivamente, el camino será largo y requiere de una voluntad enorme para impulsar los cambios que la institución necesita. También es cierto que no hay una sola reforma que se deba realizar en la PNP. Las formas de las reformas pueden ser distintas y obtener resultados similares. No obstante, si es importante plantear algunas consideraciones adicionales que sumen a los puntos mencionados arriba como parte de un plan básico para impulsar cualquier tipo de reingeniería institucional.
En primer lugar, hacer énfasis nuevamente en que la Policía ya cuenta con un instrumento fundamental para la realización de una reforma integral dentro de la institución: el Plan Mariano Santos 2030. Además, el gobierno del presidente Sagasti también publicó el documento Bases para el Fortalecimiento y la Modernización de la Policía Nacional del Perú, como también el Perfil Policial Peruano: instrumentos importantes que construyen sobre el Plan Mariano Santos 2030 dotándolo de perspectivas y consideraciones adicionales. Este conjunto de elementos debe ser la base mínima para el impulso de cualquier aliento reformista. No existe necesidad alguna para inventar la rueda.
Consecuentemente, uno de los compromisos iniciales que podría asumir la institución policial en función de los cambios que la población le reclama es una política de comunicación abierta con la ciudadanía. Son pocas las entidades del Estado peruano que fomentan un sistema de accountability, transparencia y rendición de cuentas eficaz y congruente. Para empezar, la Policía podría dar el ejemplo brindando un balance de los avances logrados en la ejecución del Plan Mariano Santos 2030. Una política de rendición de cuentas real podría contrarrestar la deslegitimación que provocan episodios como los del “policía semiótico” a la institución.
Finalmente, si bien hay muchos cambios necesarios para modernizar y mejorar a la Policía, está claro que hay ciertas dinámicas y espacios que son proclives a la corrupción y las malas prácticas. El sistema de ascensos y pases al retiro anual es uno de ellos, tal y como se ha evidenciado en los últimos años. La falta de una ley de ascensos con su respectivo reglamento, similar a la existente en las Fuerzas Armadas, permite que la directiva de ascensos publicada cada año sea elaborada bajo los criterios de quien ocupe la Comandancia General y el mando policial en ese determinado momento. Esta situación también refleja la naturaleza “todista” que existe en la Policía en la actualidad —en algunos años haber sido comisario puede servir para el ascenso; en otro, pesa más la antigüedad o condecoraciones recibidas, por ejemplo— y que es un producto no resuelto del proceso de unificación de los tres cuerpos de seguridad (Guardia Civil, Guardia Republicana y Policía de Investigaciones) en 1988. Otra prueba de este problema es que muchos de los policías destacados para cumplir funciones de control durante el estallido social reciente eran personal de comisarias que fueron designados para estas labores, pese a tener poco o nulo entrenamiento y/o conocimiento de los protocolos y reglamentos existentes para el uso de la fuerza, más aún en contextos de conflictividad social.
Quizás el anuncio del premier Otárola fue más un saludo a la bandera que un compromiso estatal real. Con los antecedentes existentes es lo más probable. No existen certezas de que la reforma policial se encuentre realmente en la agenda política actual. Esperemos que cuando esto suceda, las autoridades de turno sepan exactamente qué y para quien están haciendo las cosas.
Fuente: Stefano Corzo – IDL Seguridad Ciudadana