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Por: Oswaldo Carpio Villegas - Profesor en Marketing Político
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Estamos retornando a la sociedad de la naturaleza en la que domina la ley del más fuerte, el más agresivo, el más violento. De la cultura del criollo “vivo” pasamos a la criollada; luego a “Pepe el vivo”, de allí nos deslizamos al “achoramiento” y al “achorado”, el siguiente paso fue la “cultura combi” y en pleno declive ingresamos a la moral de la pendejada que se ha convertido en la moral y cultura dominante. Estamos, en este momento, en el auge de cultura de la pendejada. Esta decadencia moral alcanza relieve en el sistema político pero tiene su expresión cotidiana en el antisistema de transporte y tránsito donde no se respetan los reglamentos, el sentido común y la vida humana. Somos cristianos de palabra. No respetamos el principio fundamental: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. En la vida real, la sociedad se encuentra en un profundo desorden moral, cultural, social y político. Sin embargo, la sociedad está respondiendo a esta decadencia. Los ciudadanos quieren liderazgos y respuestas que nos conduzcan a una salida.
La civilización moderna reposa, como se ha señalado, en un orden democrático sustentado en la ley; lo contrario es la sociedad de la naturaleza que Thomas Hobbes definía como aquella en la cual “el hombre es el lobo del hombre” y, por ende, impera la ley del más fuerte, el más agresivo, el más violento. Nos encontramos medio de un retroceso hacia la sociedad de la naturaleza.
La sociedad moderna, fruto del esfuerzo civilizatorio del ser humano, es aquella en la que el orden se sustenta en la ley y las instituciones fundamentales que velan por la justicia, la defensa nacional y la seguridad ciudadana. En el Perú, las tres funcionan muy mal. Están atravesadas por la corrupción, baja calidad de la función pública, escases de recursos, malas remuneraciones, ausencia de infraestructura, falta de liderazgo, entre otros males. A todo ello se suma el debilitamiento de las instituciones por una interpretación inadecuada de la importancia de la autoridad y el monopolio legal y legítimo del uso de la fuerza. En tanto las leyes son cuestionadas y la corrupción ha echado raíces, se ha debilitado la función del juez, del fiscal y el policía. A todo ello se suma una interpretación “benévola” del delito y un debilitamiento sistemático de la autoridad policial que no sólo no es respetada sino que es vejada, agredida y maltratada por personas de cualquier sector social.
El terrorismo en más de dos décadas de acción, logró promover la violencia en todos los ámbitos de la sociedad. Fue derrotado militarmente pero obtuvo una victoria que arrastramos hasta hoy: la violentización de la sociedad. El Perú -como los países centroamericanos que hoy sobrellevan una violencia endémica de las pandillas con alto grado de antivalores, organización y armamento- padece el incremento de la delincuencia y la violencia, desde la pequeña que roba celulares hasta la grande de los narcotraficantes y distintas bandas que forman y usan sicarios entre los jóvenes. En desmedro del Estado, el crimen organizado penetró las instituciones del Estado, los partidos políticos, los medios de comunicación y toda entidad fundamental. Hoy se ha entablado una lucha entre la ciudadanía organizada y el crimen organizado. Esa batalla se libra dentro de las instituciones.
La violencia ha crecido, además, por el mal ejemplo de los políticos, acorralados en escándalos resultado de conductas dolosas en la gestión de los recursos públicos. Muchas de esos delitos no son sancionados lo que genera desmoralización y fortalece la moral de los delincuentes de que todo es posible. El mal ejemplo impacta negativamente en la sociedad. La ausencia de un liderazgo fundamentado en valores profundiza la crisis en la lucha contra la delincuencia y la violencia en la vida cotidiana.
Sabemos que el 80 por ciento de las actividades económicas en el Perú son informales. La anomia, el desapego a la ley, a los reglamentos, a las buenas costumbres y a valores que le dan sentido a la vida civilizada han crecido. Hay barrios enteros en Lima y en el país tomados por la delincuencia, la decadencia, el deterioro de las relaciones humanas. El espacio urbano se encuentra en deterioro y en descuido. De otro lado, muy pocos se preocupan por la violencia intrafamiliar y la destrucción de valores de la vida cotidiana. Hoy el que respeta la ley y practica valores es considerado un tonto.
La civilización es posible cuando impera la ley, la autoridad gobierna con el ejemplo -expresión de principios y valores que se manifiestan en conductas y hábitos cotidianos- y es capaz de generar desde el poder un círculo virtuoso que se expande a toda la vida social. Si el poder político nacional, regional y local no es ejemplar, entonces toda la sociedad se vuelca hacia el mal ejemplo de las autoridades. Estamos, entonces, en un círculo destructivo de la sociedad y la calidad de vida de las personas. Salir de esta decadencia requiere líderes de carácter capaces de decir las cosas claras y actuar.
Se requiere, entonces, un cambio que comience en el poder político, en los partidos y en los líderes. El Perú padece una profunda crisis de liderazgo que se acrecienta en el momento electoral.
Liderar es ir a las raíces del delito, la violencia y su desborde. Toda política preventiva va a las raíces. Se ataca las consecuencias pero desde las raíces. Si no vamos a las raíces no tendremos éxito. ¿De dónde salen los delincuentes? ¿Caen tal vez del cielo? No. Nacen en las familias, en los barrios, en los colegios. Esa es la realidad.
La primera gran política preventiva hoy en el Perú es la construcción de liderazgos democráticos que se eleve sobre la corrupción y la corrosión del carácter. Al Perú le sobran candidatos y le faltan líderes. Esa es la primera gran política preventiva. No habrá un cambio en seguridad ciudadana si es que no realizamos un gran cambio en la conducción política en sus diversas ámbitos e instituciones. Se requiere un cambio y un liderazgo que recupere el Poder Judicial, el Ministerio Público y la PNP y que ponga a estas instituciones al servicio de la sociedad en el marco de la ley. Recuperadas estas tres instituciones podremos avanzar con rapidez y decisión en la resolución de los grandes temas de la seguridad ciudadana.
La segunda gran política preventiva debe afirmar una cultura de respeto entre todos y de tolerancia de las diferencias. Asistimos hoy a una confrontación sin límite entre los partidos políticos, los dirigentes y los medios de comunicación. La intolerancia ha crecido, no nos escuchamos, no hay diálogo pero sí discusión y debate de sordos. Actuamos prejuiciados. Restablecer el diálogo es imperativo. Sin capacidad para dialogar, lograr acuerdos y construir consensos activos, avanzaremos poco.
En tercer lugar, tenemos que trabajar con la familia. La familia es la base de la sociedad y en el Perú la familia está muy venida a menos. El deterioro de las relaciones humanas en la familia es cada vez mayor. Más de un tercio de los hogares son conducidos por madres-padres. La disfuncionalidad en la familia ha crecido y, con ello, la violencia verbal y física, el maltrato a los hijos, el abuso sexual y psicológico. La pobreza y las necesidades insatisfechas generan ansiedad, angustia, consumo de drogas y alcohol. Todo esto aumenta los grados de violencia. El Estado en sus ámbitos nacional, regional y local, tienen la responsabilidad de actuar en el fortalecimiento de la familia. Si la familia está enferma la sociedad sentirá el impacto.
En cuarto lugar, es necesario una lucha directa contra el tráfico ilícito de drogas entre los niños, adolescentes y jóvenes. La presencia de las drogas y el alcohol profundiza la crisis y la desliza hacia mayores grados de violencia.
Ir a las raíces y actuar con políticas preventivas es un principio democrático que permitirá superar estratégicamente la inseguridad, la violencia y la degradación de la vida cotidiana.