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Si no incomodas, no reaccionan

Hablar con claridad, aunque incomode, es el primer paso para enfrentar los desafíos que urgen. Porque si no nos atrevemos a decir las cosas como son, seguiremos atrapados en un círculo de mediocridad.

El vicio peruano y en general latinoamericano de hablar de modo políticamente correcto solo prolonga la indolencia e indiferencia a la urgencia de hacer cambios estructurales e inmediatos en la educación.
El vicio peruano y en general latinoamericano de hablar de modo políticamente correcto solo prolonga la indolencia e indiferencia a la urgencia de hacer cambios estructurales e inmediatos en la educación.

 

Por: Leon Trahtemberg

 

El vicio peruano y en general latinoamericano de hablar de modo políticamente correcto solo prolonga la indolencia e indiferencia a la urgencia de hacer cambios estructurales e inmediatos en la educación.

 

El modelo educativo latinoamericano, con países que padecen de los mismos males, permanece atrapado en estructuras obsoletas, y parece incapaz de responder a los desafíos de un mundo que cambia a pasos agigantados. Pero ¿por qué no se toman las decisiones necesarias para relanzarlo hacia mejores horizontes?

 

Dos razones poderosas son evidentes: una, no hay presión social para cambiar en serio aquello que anda mal. Hay una complacencia con los cambios cosméticos. La otra es que no se habla con claridad. En un afán por evitar incomodar a los responsables del sistema educativo, las demandas se presentan con un lenguaje tan cuidadoso que terminan diluyendo la urgencia de la acción. Los responsables no se sienten interpelados ni presionados para realizar cambios, y, como resultado, las soluciones brillan por su ausencia.

 

Los candidatos electorales siempre hablan de la importancia de la educación, porque las palabras carecen de costo y suelen ser olvidadas con facilidad, pero al día siguiente de ser elegidos sufren de amnesia respecto a lo prometido. Este no es un sello de un gobierno en específico. Esto ha persistido durante al menos 50 años en todos los países de América Latina. No hay uno que pueda decir “somos diferentes”.

 

El lenguaje diplomático, diseñado para no herir sensibilidades, acaba por ocultar la gravedad de los problemas. Si se califica a un grupo de “torpes mediocres” el mensaje irrita a las autoridades, pero es leído y aunque provoque reacciones defensivas, obliga a tomar nota. En cambio, si se dice: “Tienen buena voluntad, pero están desactualizados”, el comentario pasa sin pena ni gloria. La necesidad de ser políticamente correcto se convierte en un muro que bloquea la posibilidad de un cambio real.

 

Si afirmamos “Esa visión educativa tiene áreas de oportunidad significativas”, se escucha como algo positivo y no genera ninguna reacción. Pero afirmar: “Quien diseñó este desastre debería ser destituido” toca autoestimas y si hay una oposición solvente mueve el piso a las autoridades. Si usamos frases como: “Quizá este rol no explota sus talentos”, se percibe como un cumplido. Pero declarar: “Cómo pueden haber nombrado a semejante incompetente” se señala directamente la necesidad de reemplazar al responsable. Cuando decimos: “Los resultados no fueron los esperados”, dejamos espacio para la resignación. En contraste, decir: “Lo único que hacen bien, es lograr que todos fracasen” se toma de otra manera.

 

La necesidad de ser políticamente correctos se convierte en un muro que bloquea la posibilidad de un cambio real porque todo permanece igual, perpetuando los problemas. Esta tendencia no es inofensiva. Cuando el lenguaje es tan cuidadoso que no incomoda, tampoco inspira la urgencia necesaria para replantear estrategias, reestructurar programas y relanzar objetivos. No se puede transformar un sistema educativo si quienes lo lideran no se sienten interpelados por la opinión pública, los colectivos ciudadanos más influyentes y especialmente un congreso, en aquellos países en los que funciona con solvencia democrática.

 

Hablar con claridad, aunque incomode, es el primer paso para enfrentar los desafíos que urgen. Porque si no nos atrevemos a decir las cosas como son, seguiremos atrapados en un círculo de mediocridad que solo beneficia a la inercia y perjudica a las generaciones futuras. Esto impacta profundamente a los estudiantes, tanto escolares como universitarios, que pueden aprender del entorno lo que significa investigar un problema, plantear soluciones, ser capaces de sostenerlas y protestar cuando éstas no son atendidas.

 

Ya han pasado al menos 60 años de inacción en el Perú y en América Latina, y el resultado es que, año tras año, se repite el mismo diagnóstico y los mismos puestos de coleros, independientemente del sistema de medición utilizado para evaluar la calidad educativa y su capacidad de cumplir los objetivos propuestos. Los cambios que se implementan son meramente cosméticos, «más de lo mismo», y terminan perjudicando a los estudiantes peruanos en un mundo donde quien no avanza, retrocede. Las propuestas de cambio sustancial sobran, pero la pregunta inevitable es: ¿cuánto tiempo más seguiremos ignorando el sentido de urgencia necesario para transformar el sistema?


El vicio peruano y en general latinoamericano de hablar de modo políticamente correcto solo prolonga la indolencia e indiferencia a la urgencia de hacer cambios estructurales e inmediatos en la educación.

 

 

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