En esta zona de Huancavelica, lo único seguro es la pobreza. Las cerca de 50 familias que ahí sobreviven lo hacen con S/300 al mes, en promedio. La mayoría vive en casas de adobe y calaminas y se dedica al sembrío de paltas y choclos, y a la crianza de animales como cabras y cuyes. Los comuneros suelen vender sus alimentos en los mercados de Huanta, en Ayacucho; pero si el río no quiere, no se puede.
Los adultos mayores también se ven obligados a cruzarlo para poder cobrar los pagos que les otorga cada mes Pensión 65.
En Sillco solo hay un colegio donde se enseña hasta tercero de primaria. Pensar en viajar a la ciudad de Huancavelica es un lujo; por eso, la mayoría de niños cruza el río para estudiar en los colegios del distrito ayacuchano de Iguaín. Claro, cuando el río quiere.
Al otro lado, en Iguaín, el panorama es más alentador para los huancavelicanos que a veces se sienten ayacuchanos. En ambas escuelas, os niños reciben el almuerzo de Qali Warma, el programa social del Estado que reparte alimentos en las zonas de extrema pobreza.
A diferencia de Huancavelica (la segunda región más pobre del país), en este lado del río, la anemia infantil fue reducida a un 8% el año pasado.
El alcalde del municipio de Iguaín, Eusebio Quispe, asegura que el resultado es un trabajo de varios años de concientización a las familias. “Antes la población vendía en el mercado sus alimentos en vez de consumirlos. Los cambiaban por arroz y fideos. Tampoco aceptaban las chispitas (micronutrientes) y las repartían a sus animales en vez de sus hijos”, cuenta Quispe.
Puente deseado
“Cuando pasas descuidado, te caes al río. Yo me caí una vez y no sé nadar”, explica Carlos, de 9 años, y señala al río con un dedo acusador.
Entre setiembre y marzo, las lluvias sobrecargan el río Cachi y los comuneros tienen que enfrentarlo. “Hasta seis veces al año construimos huaros (un sistema de movilidad por cables) o puentes con maderas, pero el río siempre se los lleva”, dice el comunero John Berrocal.
El peligro es inminente, diario y se ha convertido en costumbre. Solo entre marzo y abril de este año, según Defensa Civil, los comuneros han tenido que construir dos huaros y dos puentes. Todos fueron arrastrados por las aguas. Y el problema es recurrente: a pocos kilómetros, en la comunidad de Santa Rosa, los moradores han construido un puente colgante que se convierte en hamaca con la fuerza del viento. Una mujer murió el año pasado al caer del puente y las heridas de los niños que cayeron aún no se curan.
“Necesitamos un puente carrozable porque hasta de rodillas podríamos pasar”, pide Constantina Quispe, de 75 años, combinando el quechua y el español porque quiere que la entiendan. Lo piden los niños y les hacen coro sus padres. Es solo un puente, dicen, no les pedimos más.
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