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Ya llega la tradicional festividad del Día de Todos los Santos y de los Muertos

Estas costumbres en Huachos eran sinónimo de coronas, flores, velas, oraciones, rezos... también de picarones y chicha de jora de doña Dora; bizcochos, chimangos y empanadas de don Juan Matón.

 

  Por: Ferrer Maizondo Saldaña

 
PUBLICADO 31-10-2016 | En el Día de Todos los Santos el pueblo vive y bebe en el panteón. Temprano, antes que salga el sol, ya están rezando, prendiendo velas y colocando coronas o flores a sus muertitos. Lágrimas que faltan, abundante recuerdo y suspiros prolongados se confunden en el pequeño bosque de cruces, nichos y calaveras.

Antes de llegar al Campo Santo, viniendo por el camino antiguo, casi al vuelo, se coge un manojo de muña que crece entre las ortigas al borde del camino y oliendo se traspasa la puerta.; las verdes y pequeñas hojas, empuñadas, sirven como repelente contra el mal aire o los huesos de los gentiles.

Ingresando, casi como cortando el camino hay un nicho. El visitante detiene sus pasos, se persigna por segunda vez, coge una flor del ramo que tiene en la otra mano y deja una rosa roja sobre el nicho de Olga Saldaña. Metros más allá, la tumba de un policía; Olmedo Arellano, vino joven, desde lejos, se quedó y formó familia en el pueblo; murió dirigiendo el trabajo de la carretera en la última etapa; la avenida principal lleva su nombre.
 
Al centro, hay un mausoleo de adobe con techo de teja; Mariano del Carmen Soldevilla y familia descansan en paz. Casi al costado, la sepultura de Amador Quiroz resalta por su moderna lápida. El color del pajonal cubre el espacio.
 
 
 
 

 
               
Ir al cementerio también es visitar a la familia. Delgados y pequeños caminos que se entrecruzan conducen a la sepultura de los bisabuelos, abuelos, tíos, padres, hermanos, sobrinos e hijos. Una delgada y a veces tosca cruz señala el lugar donde ubicarlos.
 
               

 

 

 
 
Ir al cementerio también es visitar a la familia. Delgados y pequeños caminos que se entrecruzan conducen a la sepultura de los bisabuelos, abuelos, tíos, padres, hermanos, sobrinos e hijos. Una delgada y a veces tosca cruz señala el lugar donde ubicarlos. Mientras se limpia y retoca los nichos y tumbas, los pequeños son enviados a traer agua para regar lo que plantaron pasado año y la lluvia les ayudo a mantenerlos.
 
Jarras de porcelana, baldes de plástico o aluminio desfilan en una marcha interminable que parece dejaría sin agua la delgada acequia o el pequeño y casi escondido manantial que riega las pequeñas parcelas de Cruzpata.

No todos tienen nicho. La mayoría están bajo tierra, sólo algunos por suerte, conservan su cruz. A quienes no es posible ubicar el espacio en que están enterrados, se deja sus flores y prende las velas, lo más cerca posible, calculando.

Quienes por estos días vienen de la costa, en su mayoría de Chincha, llegan con coronas de papel morado y blanco, forradas algunas veces con plásticos. Los de Pichuta, Huajintay, Huaycos y Chilcani traen ramos multicolores de flores silvestres. Los del pueblo, con coronas de rosas, geranios, cipreses y cartuchos que fueron cortados en huertos y jardines.

En Todos los Santos abundan flores, oraciones, rezos y velas. Incluso los muertos con apellidos no comunes o extranjeros tienen visita. Las ventanillas de las paredes interiores del cementerio contienen calaveras de anónimos fallecidos de épocas que nadie recuerda.

El cementerio de nuestro pueblo es pequeño, sin embargo caben todos. Ya no hay espacio para seguir enterrando, pero cuando alguien muere lo conducen al único lugar que tenemos. Cercado por altos, gruesos y antiguos muros de adobe. Las paredes que se caen de pena, abandono y descuido, son medio amarillentas, como que el adobe fuera de tierra arcillosa.


El cementerio huachino...en su estado actual.

Como todas las paredes públicas, la externas del cementerio sirvió para que los jóvenes expresaran su disconformidad y rechazo a los gobernantes de la década del setenta. Hasta ahora todavía se puede apreciar rasgos de pintura blanca y a grandes letras que dice: Abajo la dictadura militar. Viva la alianza obrero-campesino. En las paredes y algunos nichos no faltan nidos de avispas que hincharán el ojo, la cara o el brazo del algún distraído deudo; lágrimas y gritos serán diferentes.

Con una única puerta de madera que hace años está a punto de caerse y que sólo se mantiene para la mirada indiferente de las autoridades; puerta que de la mitad hacia arriba tiene como rejillas que permite visualizar desde fuera, además que el transeúnte en su paso a las chacras mira a sus muertos y se persigna con mucha fe. Cuando está cerrada con algún candado, no es necesario buscar la llave, porque fácilmente se puede uno descolgar por uno de los extremos de la chacra de los Valenzuela, que a su vez da a uno de los extremos del cementerio.

El cementerio también es un lugar de temor, especialmente durante las tardes o noches cuando se retorna de la faena agropecuaria o alguien tiene que pasar, obligatoriamente, por diversos motivos, por su frontis.
 
Nunca faltan temas de relatos e historias sobre aparecidos, fantasmas y almas, como aquella vez que “Coco” Manrique salió del billar de don Eduardo Guevara, a las once de la noche, y retornaba a su casa acompañándose del silbido de un triste huayno ayacuchano, descendía casi a la carrera como siempre lo hacía, cuando vio que del cementerio salían caminando dos almas blancas; Jaime y Roberto Patiño dicen que eso es verdad, que las almas estaban cubiertas con una sábana.
 
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Fotos de archivo del entierro de la finada Olga Saldaña Cárdemas en el cementerio de Cruz Pata, 1962.
 
Estos días no sólo es visita a los muertos; también, reencuentro, alegría y celebración. Afuera, en un campo medio inclinado y de arbustos y piedras medianas, las damas y los niños brindan con la chicha de maní que la tía Venecia Gutiérrez sirve de uno de los baldes blancos de porcelana; la prima Elaine alcanza los pocillos. Los señores abrigan la tarde y aceleran los recuerdos con cuartos de anisado o botellas de quemadito; el personaje es Jacinto Vásquez y sus bromas.
 
Grandes Sanguches de carnes, desbordados de lechuga, son ofrecidos por Olga Peña. Los dulces y calientes picarones de Dora Peña llenan el hambre y completan la ilusión de los pequeños; tres chiquillas que desfuerzan su adolescencia, repiten una inmensa porción. Tamales cruzpatinos de la abuela Demetria Mendoza coronan el almuerzo; Maruja, Pompi y Fierro escogen los más grandes.
 
Fidel Molina da mil vueltas a la heladera antes de servir sus helados de canela o leche que Huaya, Jango y Abel Peña degustan todas las sensaciones posibles. Los niños completan su tarde con raspadillas de hielo traído desde Quiropalcca que Espíritu Rivas sirve en vasos de plástico.

Cuando el sol ya está por caer, retornan a sus casas, no faltando que alguno termine en caipincruz en alguna cantina del pueblo.
 
 
 
 
 
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